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Ismael Álvarez: “El vino natural es como el reggaetón, un acto de rebeldía”

Ismael Álvarez (Tarancón, Cuenca, 1985) descubrió el vino en casa de su abuelo Victoriano – el Tío Toria, como le llamaban en el pueblo– entre tinajas, uvas para la cooperativa y viñas con nombre propio como La Varastrela o El Pozo Mella de las que el abuelo guardaba una parte para hacer tinto para consumo propio. Allí entendió que el vino no era solo una bebida: era trabajo, tradición y una forma de orgullo familiar.

Fue un adolescente rebelde y mal estudiante por eso acabó muchas tardes castigado en el bar de sus padres, sirviendo cañas y vinos a los parroquianos. “Si no estudias, tendrás que aprender un oficio”, le decían en casa.

Durante un tiempo pensó que lo suyo sería la cocina, pero pronto se dio cuenta de que tendría que seguir buscando. Fue Paco Patón, entonces jefe de sala del Hotel Urban de Madrid, quien le dio su primera oportunidad en 2004 y le cambió el rumbo con una frase: “Tú vas a ser sumiller y aún no lo sabes”.

Desde entonces ha pasado por grandes casas como Kabuki, Ramón Freixa o Nerua en Bilbao. Hoy está al frente de la bodega de Chispa Bistró, un restaurante con estrella Michelin propiedad del chef argentino Juan D’Onofrio, que abrió sus puertas en el centro de Madrid en 2022. Además de gestionar unas 400 referencias que llevan su identidad, el sumiller manchego, ha empezado a hacer sus pinitos en la comunicación del vino con su podcast de entrevistas Catando Se Entiende la Gente.

En esta charla con Spanish Wine Lover, habla sin rodeos del vino español, del servicio, de cómo ha cambiado la clientela, del consumo actual y de mucho más.

¿Es verdad que te regalaron un Atlas Mundial del Vino en inglés a los nueve años?
Sí, no leía el texto pero me encantaba mirar los mapas. Me fascinaba ver que en Francia había zonas donde se hacía vino o ver las laderas y los ríos de Alemania. O pensar que se podía hacer vino en Estados Unidos, porque cuando tienes nueve años, parece un país remoto donde todo es Hollywood y Disney.

Así que luego cuando fuiste a Borgoña ya te sabrías los parajes...
La percepción cambia totalmente al visitar el lugar en persona. Tú puedes leer, estudiar, ver vídeos, ver fotos, pero hasta que no pisas terreno no entiendes la dimensión y el volumen de los lugares, no tienes toda la visión completa.

Háblanos de tu abuelo; tengo entendido que fue una figura importante en tu vida.
El solía decirme una frase que nunca he olvidado. “No existen los vinos malos, sino los vinos mal escogidos en los momentos de tu vida.”
Siempre insistía en el esfuerzo que lleva convertir la uva en vino y conseguir que una botella llegue a la mesa. Trabajar en el campo es muy ingrato porque la naturaleza no negocia contigo. Como decía el abuelo (en la foto, cuarto por la izq, de pie a la derecha, el padre de Ismael), eres tú el que te tienes que adaptar y hay añadas buenas y de alegría pero también hay otras malas y de sacrificio. Muchas veces escogemos mal una botella cuando la abrimos porque no es el momento.


¿Aplicas esta enseñanza en tu día a día?
Sin duda. Yo lo tengo como una máxima. Sé que hay vinos que no están hechos para mí o yo no estoy hecho para ellos, pero no es culpa de la botella. El esfuerzo para convertir esa uva en vino es enorme y merece un respeto.

¿Has negado algún vino a algún cliente porque sabes que no lo van a entender?
En esta profesión tenemos herramientas para lidiar con situaciones así. Bernat Voraviu, en una de las entrevistas del podcast, planteaba algo interesante. Decía que los camareros tenemos la capacidad de dar valor a las cosas simplemente con nuestras palabras. Nosotros no necesitamos una sartén, ni un fuego; solo necesitamos nuestro poder de acción. Simplemente contextualizando algo le damos más o menos valor. Mi trabajo es precisamente ese, contextualizar.

Ponme un ejemplo de ese ejercicio de contextualización.
En Chispa tenemos una carta con riojas del 64 y otras botellas muy especiales que el padre de Juan [D’Onofrio] tenía en su bodega personal. Los tenemos a precios súper democráticos porque no queremos especular con ellos.
Hay mucha gente que los quiere porque le llaman la atención. Un Martínez Lacuesta Gran Reserva 1964 a 150 euros es muy goloso. En esas situaciones, yo explico al cliente que va a empezar una conversación con un vino de 61 años. Como pasa con las personas, tú no hablas de la misma forma con un vino de dos años que con un vino de 61. Depende de las ganas que tengas y de lo que quieras hablar, va a ser tu vino o no.

¿Qué opinas de los vinos sin alcohol?
No te voy a mentir; los miro con cierto recelo porque creo que el alcohol es una parte natural del proceso de elaboración del vino y desalcoholizarlos no sé hasta qué punto es algo que mantenga cultura, terroir, entorno, tradición y viticultura. Me genera mucha inquietud, pero es algo que está ahí y tenemos que ver su evolución.

¿Cómo debe ser la carta de vinos de un restaurante?
Los sumilleres tenemos el deber de tener una carta más o menos democrática para todo el mundo pero que no pierda nuestra identidad, porque somos igual que los cocineros. Tú no vas a comer a Nerua si no te gustan las verduras. Tampoco a un restaurante japonés como Umiko si no te gusta el pescado. Ni al Asador Donostiarra si no te gusta la carne. Los sumilleres también tenemos identidad, lo que pasa es que nunca se habla de nosotros en cuanto al estilo de vinos que nos gustan.

Pero esto está cambiando. Cada vez se habla más de vosotros.
Es cierto, pero yo te puedo decir cinco sumilleres que tienen un estilo muy marcado pero desconocido para muchos aficionados al vino. Si voy a un restaurante donde está Alberto Ruffoni sé que voy a beber de una forma; si te digo que voy al de mi amiga Silvia [García, Mandarin Oriental Ritz, en la foto inferior] sé que voy a beber de otra forma. Ellos tienen su identidad, igual que los cocineros. Si alguien viene a Chispa tiene que saber que la bodega es mi identidad. Es decir, no vas a encontrar botellas que van en contra de mi identidad porque yo no sería feliz abriendo esos vinos, ni esos vinos son felices si los abro yo.


¿Y cuál es tu identidad?
Hace poco me dijeron una cosa que me encantó. “En una ciudad como Madrid, en la que cabemos todos, tú eres demasiado salvaje para lo convencional y demasiado convencional para lo salvaje”. Yo soy feliz abrazando dos cosas sin casarme con ninguna. Me gustan algunos vinos naturales por ser más libres y menos encorsetados pero también me gustan vinos más clásicos.

¿Qué productores te gustan?
Me fascina Vicky Torres, pero también López de Heredia. Son dos casas que me dan mucho placer y que me identifico con ellas en muchas cosas. En el caso de Vicky, por esa manera libre y salvaje de entender la viña, esa obsesión por captar entorno, y en el caso de López de Heredia, por el respeto absoluto a la tradición.

¿Cómo ha cambiado la sumillería en esta veintena de años que llevas en la profesión?
Tenemos mucha más información y todo mucho más al alcance de nuestras manos. Antes, descubrir ciertos vinos o zonas era muy complejo; viajar tampoco lo podía hacer todo el mundo y había que tener esa visión de decir, ‘me voy al Jura’. Ahora, con un clic, ya conoces una docena de productores del Jura y puedes comprar sus vinos. Hace 20 años, tampoco existían las importadoras que hay ahora.

¿Y cómo aprendías de vino?
Yo devoraba las páginas de elmundovino. Para mí era un regalo leer a Juancho Asenjo, a Luis Gutiérrez y Víctor de la Serna. Compartían sus conocimientos, viajes, vivencias y te hablaban de vinos. Era de los pocos medios de vino que había y era fascinante. Lo leíamos en el ordenador porque los móviles en 2004 ¡aún no tenían internet!

Y desde el punto de vista de la sala, ¿cómo ha cambiado tu trabajo?
Yo creo que nos hemos vuelto más amables, más cercanos. Sí que es verdad que el mundo del vino durante un tiempo parecía un club social de gente súper entendida con un lenguaje ajeno y extraterrestre. La figura del sumiller generaba mucha lejanía porque era un hombre que se dedicaba al estudio, al análisis del vino, llevaba una cadena, un delantal de cuero, pines… Parecía que se te acercaba un coronel del ejército a preguntarte que querías beber y daban miedo.
Ahora la mayoría hemos entendido que la parte sensorial del vino es algo íntimo. Los sumilleres somos prescriptores; tenemos que hablar, recomendar y persuadir, pero nunca juzgar.

Un sumiller que te habla de aromas, ¿está marcando distancias?
Yo no hablo nunca de a qué huele un vino. Prefiero vincular la experiencia a lo personal, que es contar las historias humanas que hay detrás de cada botella porque conectan con las personas.
Nosotros conocemos la vida y proyectos de muchos productores porque la comunicación es más directa ahora. Estoy seguro de que hablar en los años 80 o 90 con el enólogo de Vega Sicilia sería complicado. Ahora vienen a vernos, abren sus vinos y nos cuentan cómo son, lo que hacen y por qué lo hacen y eso nos ayuda a explicarlo mejor al cliente.

¿Te ves trabajando de sumiller hasta tu jubilación?
Yo a Juan, el jefe de Chispa, siempre le digo que este es mi último restaurante. Es cierto que en los dos años y medio que llevamos, hemos sentado unas bases con las que yo me siento muy cómodo y estoy cada vez más feliz porque estoy dejando mi identidad en la bodega. Pero trabajar en este sector consume mucha energía y eso que aquí en Chispa hemos intentado que todo sea sostenible, incluso la conciliación. Aquí trabajamos cuatro días con la máxima intensidad, pero luego libramos tres. Es decir, intentamos tener una vida más o menos normal y conectar con el mundo de fuera, que es muy importante.

¿Y qué te gustaría hacer después?
No me lo he planteado todavía. No me veo en absoluto siendo comercial de vinos porque es muy duro y sacrificado. Me costaría defender un portfolio en el que los vinos que más te hacen facturar son los que menos te gustan. Para mí sería como vender un poco mi alma. De momento estoy feliz y tranquilo aquí.

¿La clientela también ha cambiado desde que empezaste?
La clientela, en general, es muy territorial. Lo que se bebe en Bilbao, donde yo estuve trabajando 10 años, no tiene nada que ver con lo que se bebe en Madrid. De hecho, comparto una broma frecuente con el importador de vinos alemanes, Michael Wöhr. Él me dice: ‘este riesling es muy madrileño para ti’, y lo que quiere decir es que es un vino más denso, más potente, con más azúcar y menos acidez. Desde que trabajo en Madrid, veo muchas veces tres tipos de clientes bien definidos.

¿Cuáles son?
Tenemos al cliente que le gusta abrir botellas para hacer una declaración de intenciones en una celebración o en una comida de negocios. Por ejemplo, si pides un Vega Sicilia, estás abriendo un vino donde quieres demostrar poder, porque el vino es estatus. Luego está el cliente inquieto, que quiere probar, descubrir y aprender. Finalmente está el cliente que viene con toda la información y a quien solo tienes que llevarle de la mano a donde quiere ir. Como sumiller, tenemos que ver qué tipo de cliente tenemos delante, pero lo cierto es que hoy en día, hay mucha gente muy preparada, que sabe de vinos y conoce los precios.

¿Hay marcas o productores que son indispensables en la carta si quieres estar en la vanguardia del vino?
Tienes que saber dónde tocar, pero es muy difícil porque ahora hay muchos vinos por cupos. De hecho, aquí tenemos una carta ágil, dinámica y con disponibilidad pero nos estamos planteando crear una carta B. La queremos llamar Los Vinos del Tiempo, y sería para incluir esos vinos de los que solo conseguimos dos botellas y que ahora los tenemos fuera de carta porque si no vuelan en dos días. La idea es meterlos en esa carta B y tacharlos cuando se han bebido. Es un ejercicio de vanidad, sí, pero es una forma de decir: este vino ha estado en casa, vino y se fue.

¿Influye la demanda de un vino según su exposición en las cuentas a seguir en Instagram?
Hay gente que pide vinos que ha visto en redes y que hemos abierto en el restaurante, pero también a veces esta sobreexposición juega en nuestra contra. Hay clientes que, de ver tantas fotos de ciertas etiquetas en Instagram, creen que son mainstream y no las piden, aunque igual solo se producen 15.000 botellas y yo tenga un cupo de 12 botellas. Las modas hay que abrazarlas, pero con mucha cautela.

Y el vino natural, ¿es una moda?
Es un movimiento social. El vino natural es como el reggaetón, una música que la gente joven escucha como un acto de rebeldía, de ruptura con la música que escuchaban sus padres. Cuando me fui de Madrid hace 12 años no había bares de vino para jóvenes, pero ahora te puedo nombrar más de 15 bares de vinos naturales donde va gente por debajo de 30 años a tomar vino y eso es maravilloso.


Esta tendencia global hacia un menor consumo de vino, ¿la notáis en Chispa?
Aquí intentamos que la gente beba vino; si no es por botellas, vino por copas. Nosotros tenemos una carta corta, con 11 platos y tres postres, pero todos los platos están armonizados, también los del menú degustación. Es decir, tenemos más de 16 vinos a copas que rotan con frecuencia en un restaurante de ocho mesas. Lo bueno es que además de tener el restaurante lleno, en todas las mesas hay vino y eso me enorgullece.

¿Crees que el vino en los restaurantes es caro?
Hace poco estuve cenando en un restaurante muy famoso de Madrid con una carta de vinos fascinante, pero la gente bebe cerveza porque el vino resulta inaccesible, y no solo por precio. Yo en Chispa tengo vinos de 25 € que defiendo tanto como un vino de 200 € porque si está en la carta es porque me encanta. Hay gente que no quiere gastar mucho en una botella, pero sí se gastan 25 € y toman vino.

¿La ‘borgoñización’ de los vinos es una moda o más bien un cambio de tendencia?
Cuidado que en Borgoña vienen años cálidos y ya hay vinos de 16% ¿eh? Yo creo que hay un cambio de tendencia. Cuando hablamos de ‘borgoñización’ hablamos de disminuir la intensidad de la madera, la concentración y las uvas casi pasificadas que daban vinos con grados alcohólicos altísimos y que hacían perder la identidad del vino.
Yo estoy probando, por ejemplo, monastrelles de Jumilla con una madurez rotunda, pero con una finura maravillosa. Lo vemos también en la evolución, por ejemplo, de bodegas como Casa Castillo. Las Gravas de ahora tiene contundencia mediterránea, pero el vino está más estrecho, largo, fino y delicado. Y la madera también se ha rebajado.

¿Pero no se está diluyendo la identidad de algunas zonas con esta ‘borgoñización’?
La naturaleza es muy difícil homogeneizarla, pero es cierto que en España somos dados a estandarizar y cuando eso ocurre se pierde identidad. Pero también se va poco a poco respetando más las añadas, restando sobreextracciones y sobremaduraciones, que no aportan a esa identidad, y aumentando la observación en el campo y el trabajo en el viñedo, que es lo que hace falta. Si viajas por Ribera del Duero o La Mancha, no ves un alma en las viñas. Pero vas a Borgoña y ves a la gente en el campo.

¿Crees que los consumidores empiezan a penalizar los estilos de vino más estandarizados?
Hay un tipo de cliente que quiere beber el mismo vino todos los años. Quiere su marqués, su conde o su señorío de lo que sea, y si un año es diferente lo penaliza porque busca una regularidad. Pero quien tiene cierto interés por el vino, sí los penaliza.

¿Y está subiendo el número de clientes con interés?
Es cierto que la cultura del vino va en aumento, y ahora por ejemplo, la gente se atreve a pedir vino de Canarias, pero el cambio no va tan rápido como a mí me gustaría. Si no les persuades y dejas que la gente fluya, van siempre a las zonas de confort que conocen: Rioja, Toro, Ribera. Muy rara vez alguien te pide un vino de la Sierra de Salamanca. A mí me gustaría que el cliente nos exigiera más a los sumilleres porque eso nos empujaría a mantenernos más activos.

En la carta de Chispa no hay muchas zonas de confort.
Riberas, por ejemplo, solo tengo tres y la gente no los conoce; con Rioja es igual, pero son vinos muy fieles a su entorno y su terruño. También lo son los verdejos de Esmeralda García, pero ella dice que la gente no identifica sus vinos con verdejo y eso a mí me da mucha rabia. Es como cuando a un niño le dan yogur de fresa, helado de fresa, batido de fresa, y el niño dice ‘me encanta la fresa’. Y luego le das una fresa de verdad y al niño no le gusta.

¿Qué te gusta del vino español en estos momentos?
La enorme diversidad que tenemos ahora. ¿Qué tiene que ver un productor como Chicho Moldes de Fulcro en Rías Baixas con Carmelo Peña en Gran Canaria? ¿O Carmelo Peña con Tamerán? Están los dos en la misma isla, pero son estilos bien diferentes.
Hay gente nueva, joven, que está consiguiendo captar entornos y mostrar su diversidad y eso es muy bonito. Creo que en España estamos despertando en ese aspecto, y por supuesto, somos imbatibles en calidad-precio. Lo que pasa es que tenemos que creernos lo que tenemos y contarlo.

Y en la carta de Chispa, ¿qué equilibrio hay entre vinos españoles y extranjeros?
Eso de extranjero es muy global. Sí que tengo más vinos extranjeros que españoles, pero no tengo más franceses que españoles. ¿Tengo más vinos españoles que alemanes? Sí, y eso es lo que me interesa. ¿Tengo más vinos españoles que italianos? También. Yo sigo defendiendo el vino español mucho más que el de otros países.

¿Qué porcentaje de tu clientela es extranjera?
Predomina el cliente nacional, pero estamos empezando a tener más extranjeros gracias a la estrella Michelin. El cliente de fuera quiere probar cosas locales pero también chollos internacionales. En Nerua (foto inferior), los franceses se bebían todos los borgoñas porque eran más baratos en Bilbao que allí, aunque eso ha cambiado mucho.


¿Qué es lo que menos te gusta del vino español?
Que las grandes bodegas no abracen a los pequeños. Rioja no sería lo que es si no hubieran existido las bodegas grandes que pusieron a Rioja en el mapa porque eran las que tenían el poder económico de salir y contar. Rioja para mí tiene una diversidad tremenda y por eso es tan injusto subdividir Rioja en solo tres zonas. Yo veo al menos diez, pero al final las grandes bodegas son las que mueven las denominaciones de origen.

Ahora ya tenemos la figura de los vinos de pueblo.
Es que debe ser así, poque Rioja es, digamos, la ‘borgoña española’. ¿Qué tiene que ver un vino de Elciego con un vino de San Vicente? ¿O uno de Labastida con un vino de Laguardia? Eso en Borgoña lo tienen muy claro porque las bodegas grandes han abrazado a las pequeñas y han ido todas a una. Yo aquí no veo eso.

¿Por qué crees que es así?
No lo sé, pero está claro que las pequeñas no son su competencia. Es más, las grandes ponen Rioja en el mapa y las pequeñas generan un prestigio posterior con vinos de culto. Es cierto que cada vez hay más bodegas grandes intentando demostrar al mundo que son capaces de hacer cinco millones de botellas pero que también pueden hacer un gran vino con una parcela especial. Pero yo creo que podrían presionar más al Consejo para hablar de diferenciación. Porque esa presión no la puede hacer José Gil o Roberto Oliván. Son los grandes los que tienen que motivar.

¿Qué valoras más de un vino? ¿Ética, estética, elaborador…?
Yo creo que es una mezcla de todo. Lo principal, por encima de mis principios, es el respeto a mi paladar. La ética en el vino es muy importante, así como aprender a respetar y valorar los entornos, pero eso se tiene que ver reflejado en lo que metes dentro de la botella.
El vino, en un restaurante como Chispa, es algo hedónico, que tiene que generar un placer en tus sentidos. A mí personalmente, la vista no me interesa, pero sí cómo huele, cómo sabe y el tacto que tiene. Si todo eso va acompañado de una narrativa donde se habla de cosas y actos muy bonitos, es maravilloso. Pero lo segundo no puede ir sin lo primero, porque si no, no hay coherencia.

¿Qué es para ti la modernidad en el vino?
¡Qué pregunta más difícil! Creo que, más allá de la estética de una etiqueta, no sé si la modernidad en el vino existe. El mundo del vino es tradición, cultura y arraigos que van evolucionando. Para mí, López de Heredia es una bodega modernísima. En su día era vanguardista y rompedora, pero ahora dicen que se ha convertido en una bodega clásica. Creo que la modernidad pasa por buscar ese equilibrio entre el discurso y la realidad, por buscar y respetar sobre todo al cliente final.

¿Crees que se puede ser mala persona y hacer un vino sublime?
No, en absoluto. He bebido ciertos vinos que me encantaban, pero al conocer a la persona que hay detrás me han dejado de gustar. Para mí es impensable desvincular al artista de la obra. Si eres una persona mala, tu vino a la larga va a ser malo porque tú eres malo. Y no me refiero a malo de calidad. Tú puedes ser una persona atractiva y guapísima, pero desde el momento que desvelas tu maldad, dejas de ser atractiva y guapa.
Yo siempre intento saber más sobre las personas que elaboran los vinos que vendo, aunque es verdad que a nivel internacional es difícil.

¿Has retirado algún vino de tu bodega por esta razón?
Sí, y sus vinos estaban ricos, pero no eran buenos, que es diferente. Y por eso los he castigado. Pero también me ha pasado al revés. Había vinos a los que no les daba valor, pero cuando he conocido a las personas he visto que son vinos bonitos. Una bodega con la que me pasó esto es Viña Zorzal y hoy en día los adoro.

¿Qué opinas sobre la educación del vino?
Yo soy un sumiller bastante poco académico porque no me gustan los galones. No me gusta el método; prefiero más la práctica de la vivencia. Sí que asientas unas bases que son muy buenas, pero esas bases las tienes que deconstruir en el momento que empiezas a andar. Me horrorizan las fichas de cata del WSET, porque estandarizan todo y podrían ser aplicables a millones de vinos. El mayor desarrollo en el mundo del vino es el que tú haces contigo mismo a base de viajes, de probar, de catar y de formar tu propio criterio.

Quizás se caería más de un mito si todos hiciéramos eso.
Yo he abierto Roulots que han sido una porquería y he subido la foto a Instagram y no he dicho nada. Somos bastante injustos en este mundo del vino, porque cuando algo está mal no lo decimos, pero deberíamos aprender a hacerlo. Eso sí, siempre desde el respeto, como decía mi abuelo. Creo que eso ayuda a forjar criterio.
Mira, te voy a contar una anécdota. Yo estaba obsesionado con probar Overnoy pero cuando le pedía a Andrés [Conde Laya] de La Cigaleña que me abriera una botella, él me decía que no estaba preparado y yo me enfadaba un montón. Un día me puso un vino a ciegas y me pregunta “¿qué te parece?”. Yo veía cosas, pero no sabía qué; me resultó muy complicado hablar del vino. Y me dice, “mira, es Overnoy. ¿Ves cómo no estabas preparado?” Y era verdad.
Después lo he vuelto a probar un par de veces más, pero es un vino que no entiendo. Y fíjate que Overnoy es como el santo grial del vino, pero no es un vino para mí. ¿Y sabes qué? No pasa nada.

Te has animado a hacer un podcast sobre vino. ¿Cuál es el objetivo de Catando Se Entiende la Gente?
No pretendo divulgar la cultura del vino, sino divertirme con gente que quiero y admiro y compartir un vino a ciegas con ellos. Y si hay gente que se lleva algo en claro, pues mejor.
Creo que hay un nicho a nivel nacional en cuanto a podcasts, y estaría bien que esto se hiciera masivo no solo entre los aficionados al vino, sino que mañana un abogado escuche a Jade Gross y diga “mira, esta chica era abogada en Naciones Unidas, y ahora hace vino. Quiero escucharla”.
Pero somos realistas, sabemos que es un nicho y que poca gente escucha una hora de podcast entero, por eso ahora hacemos reels en Instagram de menos de 30 segundos que sí generan visualizaciones.

¿Qué falta en la comunicación del vino? ¿Hay que banalizar el mensaje para llegar a la gente que no consume vino?
Yo creo que más que banalizar, lo que necesitamos es simplificar y humanizar el discurso final. Hablar de parcelas y de orientación a una persona ajena al vino puede resultarle muy lejano, pero si le dices que ese vino viene de una zona donde hace mucho sol y calor es más fácil de entender. Y luego, si con cada etiqueta que abres cuentas esa historia personal, igual no cae en vano todo el mensaje.

Y la pregunta del millón. ¿Cómo acercar de verdad el vino a la gente?
Está muy bien que las asociaciones de sumilleres organicen catas y estaría genial que viniera el señor del bar de la esquina, que por su barra pasan todos los días 800 personas, porque él tiene el poder del cambio, no yo. La gente viene a Chispa con las cosas más o menos claras. Si el señor del bar hace un pequeño acto porque nosotros le impulsamos, le ayudamos, le motivamos, va a tener la capacidad de cambiar la visión de 800 personas al día que pasan por su bar. Albariza en las Venas en Jerez tiene un mérito tremendo por su trabajo de democratizar el vino en su bar. ¡Tenía que haber uno de estos en cada ciudad de más de 10.000 habitantes!

 

Firma

Yolanda Ortiz de Arri

Periodista con más de 25 años de experiencia en medios nacionales e internacionales. WSET3, formadora y traductora especializada en vino