Nunca había visto tantas viñas viejas en Ribera del Duero como la mañana que pasé con Jorge Monzón. Este joven elaborador ‘cosecha del 79’ ha puesto todos sus ahorros y su esfuerzo en hacerse con algunas de las parcelas más singulares de su pueblo de La Aguilera, en la parte burgalesa de la denominación.
“Estoy intentando guardar patrimonio”, asegura, aunque no es capaz de decir cuántas hectáreas tiene en la actualidad. Su primera compra en 2005 fue toda una corazonada: una viña situada en lo alto de una loma y enmarcada por un pinar con cepas esculturales, muchas de ellas en pie franco. El lugar se llamaba Cantaperdices y él lo ha rebautizado como Canta la Perdiz. Las primeras botellas de este paraje saldrán este año al mercado y muestran un nuevo –y sorprendente– patrón de estilo para la Ribera en clave fresca, delicada y fragante.
No hay duda de que Dominio del Águila, el proyecto que Jorge Monzón arrancó con su mujer Isabel Rodero hace unos pocos años, tiene un lenguaje propio. En el fondo, todo lo que hace este joven elaborador está arraigado en sus vivencias y en su historia personal. El vino con el que creció no era el ribera recio y potente, sino un clarete refrescante y con peso de uva blanca que se bebía con facilidad. Y sus prácticas de enología no las hizo en Ribera, sino en la bodega más legendaria de Borgoña: ni más ni menos que la Romanée-Conti.
“Lo más importante que aprendí allí –reflexiona– es el amor por la viticultura. En mi primer día con veintipocos años embotellamos Romanée-Conti del 99 y cuando acabamos dimos un paseo por la viña. Yo no había olido nunca la flor de viña porque aquí siempre se ha tratado con azufre. Tuve la suerte de estar en una casa buena en la que cuando se abrían vinos, eran vinos viejos”.
En Ribera se curtió en firmas bien conocidas como Vega Sicilia y Arzuaga antes de centrarse en su propio proyecto. El propio Jorge contó de una forma bien directa y sincera su historia y su visión del mundo y del vino en el blog de Vila Viniteca hace algo más de un año.
Situada a escasos 10 kilómetros de Aranda de Duero, La Aguilera perdió su condición de municipio para convertirse en una pedanía de Aranda, lo que a juicio de Monzón “ha frenado su desarrollo”. Con algo menos de 400 habitantes, se da el caso de que la mayor parte de la población pertenece al clero debido al peso del convento-santuario de San Pedro de Regalado y a la Ciudad de la Educación de los monjes gabrielistas.
La creación en los años cincuenta de la cooperativa de San Pedro Regalado (hoy tiene adscritas unas 200 hectáreas de viñedo) llevó al lógico abandono de las pequeñas bodegas que jalonaban el pueblo con sus característicos calados subterráneos. Y es aquí precisamente, en un viejo lagar que han ido restaurando, donde se elaboran los vinos de Dominio del Águila. A la minúscula bodega se suman varias cuevas que ofrecen condiciones perfectas para el envejecimiento y también bastantes quebraderos de cabeza para mover las barricas. El espacio es humilde y austero, como los propios pueblos castellanos; como los recuerdos de infancia de Jorge.
Por lo visto, La Aguilera nunca fue un municipio de grandes terratenientes. Las familias vivían del campo y la propiedad estaba muy repartida. Los padres de Jorge reunieron casi cuatro hectáreas que incluían una parte de monte y otra de cultivos (viñedo, cereal y huerto). Hoy el mayor activo del pueblo son las viñas viejas, un tesoro que subsiste gracias a que no se ha realizado la concentración parcelaria, aunque Monzón alerta de que está a la vuelta de la esquina y de que se sigue perdiendo viñedo viejo cada año.
“La viña vieja no es rentable. Es mentira que se busque y se pague por ella. Las bodegas prefieren fincas grandes para comprar. Un viticultor vive bien en Ribera si tiene viñas jóvenes”, denuncia. También tiene claro que no todo lo viejo es bueno: “Influye el terruño, la selección de viña…” ¿Qué es viejo para él? “Todo lo que es más viejo que yo”, responde sin dudar.
Si hablamos de estilo, los tempranillos de La Aguilera tienen “la piel fina, menos color y no hay grados demasiado elevados”. Sin embargo, una visión más detenida nos coloca ante parajes realmente variados: las zonas más frescas y con orientación al norte van para el clarete Pícaro; el paraje de Hoyo Muerto, aislado, silencioso y protegido por pinares es también muy frío y suele tener el mismo uso aunque en los años cálidos puede dar vinos con mucha entidad. Los pinares para Jorge pueden tener efectos dispares sobre la viña ya que mueven el aire, aunque siempre aportan una riqueza de flora y fauna, y muchos de sus viñedos están enmarcados o coronados por ellos. Las espaldas de monte, como las llama él, quitan el sol de la tarde frente a los carasoles en los que la uva puede pasar de un grado potencial de 13 a 15 casi en un abrir y cerrar de ojos. “Cada zona tiene una particularidad y tenemos que extraer lo mejor”, señala.
Con 300.000 kilos de uva cosechados en 2016, Jorge Monzón es antes que nada un viticultor. De ahí que su músculo financiero no se nutra tanto de las pocas pero interesantes botellas (entre 20.000 y 25.000 en la actualidad) que llegan al mercado como de la venta de uvas y vino a granel.
Su principal cliente de uva es el grupo Yllera dentro del proyecto que está desarrollando con el que fuera enólogo de Pétrus, Jean Claude Berrouet, en la que es su primera asesoría en España. Pero también vende a Mauro, que acaba de lanzar proyecto propio en Ribera, al grupo Vega Sicilia o a PSI.
A otros clientes les propone catas a ciegas para entender mejor el estilo que buscan y poder facilitarles las uvas o vinos adecuados. “Todos dicen que quieren hacer vinos finos y elegantes, pero al final en Ribera se sigue buscando mucha potencia”, asegura Monzón.
Cuando se cala el sombrero de elaborador, sus decisiones pueden resultar sorprendentes. Lo primero que quiso fue recuperar el clarete de su infancia y peleó para poner este término en la etiqueta. Hoy su Pícaro que se vende como “clarete de viñas viejas” es una deliciosa rareza: un vino con estructura pero de perfil fresco por la alta participación de uva blanca y capaz de evolucionar en botella; la respuesta “made in La Aguilera” a las modas más o menos pasajeras de los rosados y con un precio de venta superior a los 20 €.
En tintos llama la atención que elabore con raspón (no tiene despalilladora), lo que a veces aporta una rusticidad característica a sus vinos en comparación con otros de la zona, aunque Jorge señala confiado que “con una viticultura adecuada y a 800 metros de altitud no tiene por qué haber problema”. En mi visita, no obstante, me dio a probar un vino con marcadas notas herbáceas de una parcela que había vinificado por primera vez y que, según él, habría requerido mayor trabajo en campo para evitar estas sensaciones.
Sin embargo, es muy probable que la principal aportación de Jorge en el capítulo tinto tenga que ver con la defensa de la longevidad de los tintos de Ribera y la vuelta a largos envejecimientos en barrica. Que un joven defienda la categoría de gran reserva en los tiempos que corren puede parecer extraño, pero hay precedentes de lujo en la región como Vega Sicilia Único o Pesquera Janus.
El gran reserva de Jorge Monzón procede del paraje Peñas Heladas que él ha rebautizado como Peñas Aladas (en su proyecto dominan los nombres aéreos o que hacen referencia a pájaros), se presenta con cápsula de lacre y redecilla (la forma antigua de evitar que se rellenaran botellas), y se ha estrenado en el mercado con la añada 2010. El vino, del que se elaboran poco más de 1.000 botellas a 185 € cada una, aguanta sin problemas los más de cuatro años de envejecimiento en barrica y es una clara apuesta de futuro a tono con los grandes vinos que Monzón probó en su paso por la Romanée-Conti. Con la cosecha 2014 recién embotellada, la 2016 que probé de barrica es un dechado de concentración y seriedad.
Más accesible, aunque de producción también modesta es Pícaro (22 €, 14.000 botellas en la cosecha 2014) su tinto de entrada de gama con unos 18 meses de barrica. Dominio del Águila Reserva (57 €, unas 7.000 botellas) es probablemente el mejor resumen de la filosofía de Jorge: aquí los envejecimientos también son muy superiores a lo habitual, con 35 meses en barrica en la cosecha 2013 y sin que ello determine un papel dominante de la madera. La etiqueta muestra un paisaje de viña y al fondo el pico de una montaña con forma de cabeza de águila.
La mayor diversidad varietal de los viñedos de Monzón, con algunos espectaculares ejemplos plantados a principios del siglo XX, es otra característica distintiva. Se respeta la identidad de cada parcela incluyendo las cepas de bobal, bruñal, monastrell, cariñena o garnacha y por supuesto las blancas (casi siempre de albillo) plantadas junto a la tempranillo mayoritaria. Me llamó la atención en nuestro recorrido por distintos parajes de La Aguilera que algunos viticultores hubieran arrancado todo lo que no era tempranillo –probablemente porque son variedades que nos quiere el mercado.
La siguiente novedad será un Dominio del Águila blanco elaborado mayormente con albillo, la variedad blanca más abundante en sus viñas. Fue una de las estrellas en la cata paralela del concurso de Cata por Parejas organizado por Vila Viniteca hace unas semanas en Madrid y saldrá al mercado este año. Aunque se trate del aparentemente menos interesante albillo mayor frente al albillo real de Gredos, la complejidad, profundidad y salinidad de este blanco que se estrena con la cosecha 2012 (y parece tener mucha vida por delante) son realmente impresionantes. Hay menos de 1.000 botellas que se venderán a un precio previsiblemente elevado y que, pese a que ya se barrunta la próxima aceptación de vinos blancos dentro de Ribera del Duero, saldrá sin el amparo de la denominación.
Al igual que su amigo Eduardo García de Mauro, Jorge Monzón no es un personaje que se prodigue mucho. Es más fácil encontrarle a pie de viña que sirviendo sus vinos por ferias y citas vinícolas, aunque no perdona su viaje anual a Borgoña donde pasó una de las mejores épocas de su vida: “Vosne-Romanée es un pueblo lleno de vida, con 30 ó 40 bodegas abiertas; a veces pienso que La Aguilera fue así también”.
Otra cosa que le distingue es que no tiene prisa. “Las cosas buenas nunca se consiguen en un periquete”, señala. “Quizás podría haberla petado haciendo un roble, pero no es nuestro estilo”, asegura. “Siempre he sido muy agradecido y he podido aprender de la gente que me ha rodeado, tanto del cartero de La Aguilera como de Aubert de Villaine o Monsieur Noblet en Borgoña”.
Un alumno más que aventajado, Jorge ha demostrado una visión comparable a la del águila de sus etiquetas asegurándose más de 30 hectáreas de viñas únicas y llenas de personalidad. Y aún es capaz de mirar más allá: “La viña es un camino tan largo que pasan generaciones y no sabemos tanto”.
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