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Roberto Oliván: “En Rioja vamos a ver una reestructuración fuerte”

Sin un plan preconcebido pero con determinación, Roberto Oliván ha levantado en los últimos 15 años un proyecto tan singular como el paisaje que recorre a diario entre Viñaspre y Lanciego.

Tentenublo nació con unas pocas viñas familiares y más tarde con esos “corrillos” de viña que nadie quería, pero pronto se convirtió en uno de los referentes de la nueva generación de viticultores riojanos de principios del siglo XXI. Sus etiquetas llamativas y vinos con personalidad empezaron a destacar y en poco tiempo Oliván, más cómodo charlando con viticultores veteranos que dando una cata multitudinaria, se vio en el centro de muchas miradas.

Con 43 años, asegura haber aprendido a llevar mejor tanto la notoriedad como el negocio y sus emociones. Cultiva 16 hectáreas en ecológico entre Lanciego, donde está la bodega, y Viñaspre, la aldea en la que vive con su mujer Leyre, parte esencial de Tentenublo, y sus hijos.

Perfeccionista y “envenenado” por la viña y la vida en el campo, Roberto nos recibe poco antes de la vendimia en uno de sus salones de estar preferidos: la viña de El Abundillano, de la que nace una jugosa garnacha parcelaria que forma parte de la colección El Escondite del Ardacho junto a Las Guillermas, Veriquete y San José. Completa su gama con cuatro vinos de aldea y de cosechero —Tentenublo tinto y blanco, Xérico y Custero— que transmite de manera franca el carácter de su tierra. En todos ellos se reconocen la madurez y la frescura que busca en cada añada, así como una visión del oficio que evita las modas y la complacencia.

¿Cómo resumirías estos 15 años de Tentenublo?
Una montaña rusa. Yo siento mucho las cosas y lo he vivido así: a veces flotando y otras en la inmundicia, con días de mucho bajón. Ahora ya sabemos a lo que jugamos, pero al principio fue una locura. Hace poco lo hablaba con Vicky Torres: parecía que estábamos metidos en una especie de fantasía. Te llamaban, ibas a los mejores sitios, estabas en una nube… y vendíamos miles de botellas sin apenas esfuerzo.

¿Entonces no lo veías como un negocio?
Todo iba tan bien que parecía imposible tener algún día problemas de existencias o de liquidez. Ahora soy consciente de que no solo hay un proyecto, sino también una familia y un negocio. Compites con bodegas que tienen asesores financieros y una maquinaria detrás, y tú tienes que hacerlo todo: tener uva, guardar el vino, organizarte por si no te compran con la rapidez de antes… En definitiva, buscarte la vida. (Foto inferior: Con Xurxo Alba, de Albamar, en 2015)


¿Y ya no lo disfrutas tanto como antes?
Ahora sabes dónde tienes que estar en cada momento. Hacer vino nunca fue un sueño para mí porque en casa siempre hubo viñas. Claro que lo viví con ilusión, pero no fue algo planificado: un día dije “voy a probar a hacer vino” y funcionó. Cuando empecé no tenía referentes. Hoy parece que las nuevas generaciones lo tienen todo pensado, buscan la notoriedad de un productor y quieren seguir sus pasos. En mi caso, y en el de tres o cuatro productores de mi generación con los que he hablado, las cosas simplemente iban surgiendo.

Ahora la exposición es mucho mayor, ¿no?
Esa exposición constante y la inmediatez nos han matado un poco. Todo el tema de las redes empezó a la vez que nosotros y nos ayudó en cierta medida, pero ahora es distinto.
Ves gente que deja de hacer su trabajo por salir en una foto. Yo creo que eso es malo, porque al final te das cuenta de que no eres nadie importante. Simplemente eres un tío que hace vino y lo vende. Y puede que dentro de dos años tengas que cerrar la bodega porque estás en la ruina. Pues la cierras, vendes todo y no pasa nada. Yo creo que para que funcione, tienes que planteártelo así. En cualquier caso, cuando miro atrás, me siento un privilegiado.

¿Qué te hace sentirte privilegiado?
Nunca he tenido que vender botellas a puerta fría. Los pequeños, la gente de pueblo sin grandes familias detrás, tenemos que sentirnos afortunados de que te abran la puerta del sitio que sea, te den diez minutos para explicar tu proyecto y te compren una botella: desde un wine bar modesto hasta un tres estrellas Michelin. Siempre que vuelvo a casa después de estar en Madrid, en Barcelona o en una feria, pienso: soy un privilegiado. Y lo digo con humildad y con la cabeza baja.

¿Qué imagen crees que proyectas?
Hay gente que ha podido pensar que soy más chulo de lo que soy. Me lo han dicho muchas veces, pero lo cierto es que casi nadie me conoce. Tengo un círculo cercano muy pequeño y cada vez lo voy cerrando más. Pero lo que sí puedo asegurar es que no soy mala persona.

¿Se puede hacer buen vino siendo mala persona?
Si eres mala persona, usarás todos los medios y técnicas a tu alcance para conseguirlo. Ojo, ese vino podrá estar bien hecho, pero nunca será honesto ni verdadero. Esa persona jamás reconocerá que ha comprado uvas, o que ha hecho tal o cual cosa. Alguien que es buena persona, sí lo dirá. Las buenas personas tienen oficio, los malos no.
Cuando eres mala persona, te preocupas por el dinero, y cuanto más te obsesionas por el dinero, menos vendes y más errores cometes.

¿De qué te sientes más orgulloso en tu trayectoria?
De haber tenido paciencia y de haber aprendido el oficio. Sé injertar, podar, labrar, llevar un tractor, vender... Todo lo he ido aprendiendo por el camino. Cuando empiezas te van llamando, pero tienes que ir poco a poco: igual tienes que vender uvas o quizás vender un vino a granel para ir entrando en el negocio. Es importante tener oficio y estar metido en el barro: saber quién vende viñas, los precios del granel, moverte en ese mundo.

Ahora produces unas 40.000 botellas. ¿Es tu punto de equilibrio?
No quiero ni crecer más ni decrecer, aunque hemos tenido años malos. El granizo o la sequía nos han hecho bajar a 20.000 o 30.000 botellas. En los años cuando todo iba rápido, como 2016, y luego en 2018 y 2020, llegamos a 60.000 porque la producción fue buena. A mí no me gustan ni los coches ni viajar, así que todo lo que hemos ganado lo hemos invertido en bodega y viñedo. Hemos juntado una masa vegetal importante y según la añada, vendemos algo de uva. Producimos casi 5.000 kg/ha; con 10 hectáreas hay años que me sobra. Si es el caso, vendo lo que me gusta menos y lo cobro bien. Al final esto es una casa agrícola.

¿Ese equilibrio es la clave para sostener un proyecto como el tuyo?
Es lo que permite gestionar el negocio entre los que estamos en la bodega. Ahora que vienen muy mal dadas, ves bodegas sobredimensionadas en personal: si te bajan un 30% las ventas, te sobran el 30% de los empleados. En Tentenublo nunca sobra nadie. Somos tres y vamos justos para llegar a 40.000 botellas. Si un año hacemos 45.000, perfecto, y si bajamos a 35.000, tampoco pasa nada. Esa es la razón de que Tentenublo funcione y también la clave del modelo de cosechero: haces todo tú, pero necesitas unos mínimos y facturar siempre lo suficiente para cubrir gastos fijos. El que piense que puede vivir con 5.000 botellas, que se olvide. Yo lo entendí muy pronto.

¿Cómo se sostiene en el tiempo un negocio de cosechero?
Con trabajo, trabajo y trabajo. Pocos empleados, gestión propia y estando todo el día en el viñedo y en la bodega.


¿Se puede vender sin viajar?
Si viajo mucho, vendo más, pero también gasto más y necesito generar más. Eso implica contratar a otra persona y volver a viajar más para mantener la estructura. Por ejemplo, bajar a Madrid son 500 euros. Si vas todos los meses, son 6.000 euros al año. Si te quedas en casa y viajas lo mínimo —dos o tres veces al año para cosas concretas— y gestionas bien tu red de clientes, pasas de ir a vender vino a que vengan a tu casa a comprártelo. Puede parecer una fanfarronada, pero no lo es. Hacer un primer contacto sin tener que ir a ningún sitio vale mucho. Nunca he estado en Nueva York, Panamá o Grecia, y vendo allí. Eso sí, la continuidad luego hay que ganársela.

¿Cómo te has ganado esa continuidad?
Creo que nos ayudó ser un nombre nuevo en un momento en que no había tantos proyectos como ahora. Además, siempre he tenido una personalidad muy clara: no me casaba con nadie y no me dejaba pisar. Esa autenticidad sigue ahí y cuando es real, es difícil que te saquen de los sitios. Por eso hay restaurantes muy potentes que me dicen: “trabajo contigo porque sé que tus vinos tienen regularidad”.

De hecho, vendes a muchos restaurantes sin intermediarios.
Rekondo, Casa Julián, Cork, Sagardi… nos compran directamente. Yo nunca digo que mis vinos sean buenos; digo que son personales y que siempre sabes lo que hay dentro. Esa es una de las razones por las que seguimos vendiendo. Jonatan de Suertes del Marqués lo explica muy bien: tienes dos opciones, ser una moda o ser un “no fallas”. Tienes que ser un “no fallas”.

¿Quién no falla nunca en Rioja?
Arturo de Artuke. Siempre que bebes un Pies Negros sabes lo que hay en esa botella. En cambio, hay gente que un año es H y otro es B, y aquello es un disparate. ¿Por qué Arturo no falla? Porque trabaja sus viñedos y está encima de todo el proceso. Igual que ciertos productores de Francia: llevan una vida austera y sacrificada y se dedican a sus viñas. Por eso me hace gracia cuando oigo a productores que viajan mucho y dicen: “¡qué vinos hace fulano!”. Y yo pienso, ¿te has preguntado por qué no haces tú esos vinos? Quizás porque no llevas la vida que lleva ese tipo.

¿Has cambiado tu forma de elaborar en estos 15 años?
No, el estilo siempre ha sido el mismo. Eso lo he tenido siempre súper claro.

Pero ahora, por ejemplo, tienes mucho más cemento.
Sí, porque tengo más dinero y eso me permite invertir en medios y en viñedo. Al principio era todo muy precario: poca inversión, una despalilladora básica, sin depósitos guapos…. Conforme vas invirtiendo, el estilo se afina porque tienes una buena despalilladora, depósitos y barricas de calidad... Yo empecé a hacer buena viticultura cuando el proyecto comenzó a ir bien.

Entonces, ¿has cambiado las formas pero no el estilo?
Mi estilo siempre ha sido madurez y frescura; ambas tienen que ir de la mano. Y eso se consigue aquí, en un sitio como este de Rioja Alavesa: con suelos calcáreos, altitud y madurar la uva hasta que no se pueda madurar más para luego sujetarlo todo.


¿Nunca te ha tentado hacer vinos ligeros?
No, pero tampoco he hecho vinos muy sobremadurados. Mis vinos tienen mucha estructura y acidez. Si estás en un sitio con fuerte influencia mediterránea, muy cálida, puedes hacer un vino fresco, pero con calidez. Si no, pierdes personalidad. Yo creo que ahora, con las redes, la posibilidad de viajar y de probar muchos vinos, la gente se contamina un montón.

¿Y cómo evitas tú esa contaminación?
Todo lo que bebemos son botellas que compramos y disfrutamos en casa. No voy a catas. Cuando he viajado a Italia, Francia o Portugal he conocido productores y siempre me he llevado ideas de gestión, de negocio, de funcionamiento de la bodega, de viñedo. ¿De estilo? Bebo los vinos y me gustan pero nunca intento replicarlos porque pierdes mucha personalidad. Ahora hay gente haciendo estilo “Borgoña” en Albacete, en Galicia, en Ribera del Duero y en Rioja. Estamos en la segunda homogeneización del gusto.

¿A qué te refieres?
Antes eran los “maderones” los que homogeneizaban todo y ahora es la ligereza, que se confunde con verdor. Yo estoy en un lugar que pide vinos con estructura porque el suelo es calcáreo y hay influencia mediterránea y atlántica. ¿Podría hacer vinos ligeros? Claro, mañana mismo. Pero las uvas no sabrían a lo que tienen que saber. Y sin estructura, no puedes envejecer los vinos.

Hace poco probé un Tentenublo tinto de 2014 y estaba en plena forma.
Yo sé que mis vinos, tanto los básicos como los parcelarios, aguantan más de 10 años en botella. Hace poco, hicimos una pequeña fiesta en el txoko para celebrar los 15 años de Tentenublo y abrimos un Paredes y un Abundillano 2013 que estaban increíbles. Incluso un Tentenublo 2011, la primera añada, estaba glorioso.

Tu txakoli Údico 2014, criado en barricas de castaño, marcó un camino que luego han seguido otros. ¿Recuperarás ese proyecto algún día?
Ese día en el txoko también abrimos un mágnum de Údico y estaba en plena forma, pero aquella etapa ya está cerrada. Esa experiencia me ha ayudado a saber lidiar con enfermedades como el mildiu, tan presente este año en Rioja, pero nunca más voy a hacer txakoli. Mi proyecto es Tentenublo.

Tanto la etiqueta de Údico como las de Tentenublo fueron rompedoras. ¿Qué papel han jugado a la hora de expresar tu personalidad y de vender vino?
Cuando empezamos no nos conocía nadie y las etiquetas que nos diseñó Sergio [Aja, el propietario de Calcco] fueron una inversión potente pero nos ayudaron mucho.
A primera vista Tentenublo parece divertida, pero detrás hay una historia muy de pueblo y muy arraigada. Lo mismo con Xérico: todas tienen peso y seriedad. Sergio siempre dice que una etiqueta solo dura 10 años, pero nosotros llevamos ya 15. Solo hemos hecho pequeños retoques. Puedes tener el mejor vino del mundo, pero si la presentación es chapucera, no funcionará.


¿Qué recomendarías a alguien joven que quiera dar el paso de vender uvas a convertirse en cosechero 360?
Ahora mismo lo tienen muy complicado por dos motivos. Primero, porque el mercado no está receptivo a proyectos nuevos por el descenso del consumo y porque las distribuidoras atraviesan un momento difícil. Es complicado que apuesten por una marca nueva, salvo que detrás haya alguien muy especial.
Y segundo, porque vivimos en un mercado súper promiscuo. Las redes sociales te ayudan a dar el primer chispazo: todo el mundo quiere probar lo que ve, pero después de probarlo, lo apuntan y lo olvidan. Por eso les diría que tengan paciencia y que se centren en su trabajo. No se puede pretender tener reconocimiento nada más salir ni pensar que con la segunda añada vendrán nombres importantes a tu casa a catar tus vinos. Es mejor asentarse e ir despacio. Yo tuve la suerte de contar con ayuda en ese aspecto.

¿Quién te ayudó?
Hubo dos o tres personas que apostaron por mí desde el principio. Yo les facilitaba todo lo que necesitaban y ellos vendían los vinos. Lluís Pablo [su distribuidor en Barcelona, fallecido en 2019] fue clave. Me enseñó a tener calma: “Estate tranquilo, nosotros vamos a hacer el trabajo. No corre prisa salir en la prensa ni que caten tus vinos”, me repetía. Y tenía razón. Si solo haces 3.500 botellas, es como pegar un tiro al aire.

Aun así, pasaste en pocos años de 3.500 a 30.000 botellas.
Sí, todo corrió demasiado. A muchos compañeros que empezaron entonces les pasó lo mismo. No queríamos que fuese tan rápido, pero pasaba. De hecho, Hacienda casi nos cerró la bodega porque pasamos de facturar 30.000 euros a 200.000 euros y sospechaban que aquello podía ser una bodega fantasma. Un día llegó un inspector, pero al ver que en la bodega había actividad y no solo un par de barricas entendió que era un negocio real. Eran años en los que todo se vendía muy rápido.

¿Cómo es vivir en un sitio tan pequeño como Viñaspre?
Profesionalmente me compensa. Yo no entendería Tentenublo viviendo en Logroño, aunque esté a 10 kilómetros. Algunos viticultores viven en la ciudad y suben cada día. Yo necesito estar aquí, verlo todo a diario. Por otra parte, también es duro: siempre ves a las mismas 20 personas. Y además estamos viviendo el ocaso de la vida rural.

Este es un tema que te preocupa, ¿no?
Sí. Lo hablo mucho con Arturo [de Miguel, de Artuke]. Somos los últimos que vimos los años buenos y la alegría en el pueblo, con precios altos y la gente trabajando en el campo. Ahora empezamos a ver lo malo, y duele porque esto desaparece.
Me fastidia que se haya hablado tanto de la España vaciada –y yo me incluyo– diciendo que los pequeños proyectos iban a revitalizar las zonas rurales, pero la realidad es que no hemos hecho nada para que sea verdad. Se ha usado como argumento de marketing para vender proyectos y botellas. Salvo contadas excepciones, no ha habido preocupación por emplear a gente de aquí, potenciar las zonas o vivir en los pueblos. Y las nuevas generaciones repiten el mismo patrón.
Si no se mantiene el paisaje, acabará siendo solo para corzos y jabalíes. Hace falta una conciencia rural muy grande para sostenerlo, y esa conciencia escasea.

Parece que todo juega en contra para que la vida rural prospere, ¿no?
Sí. Pero también depende de cómo quieras vivir. Yo podía haber comprado un piso encima de la bodega en Lanciego, que tiene 600 habitantes, pero decidí construir mi casa en Viñaspre. Intentamos lleva una vida normal, sin ostentaciones: vamos al frutero, al bar del pueblo a tomar café, y vivimos como alguien de aquí. Los proyectos rurales que funcionan en Jura y otras zonas de Francia son de gente que sigue siendo muy rural.

¿Te gustaría que tus hijos continúen en el mundo del vino?
Sí, no te lo voy a negar. Aimar, el pequeño (en la foto, junto a su hermana Ángela y Oliván), es muy empático con todo esto pero no sé qué pasará. A los dos les enseñamos lo bueno, pero también lo malo. Si deciden quedarse, deben conocer la realidad de la vida rural. Está bien ver el lado romántico, pero también hay que saber cuánto cuesta un kilo de uva y ser conscientes de que hay gente al lado que no tiene nuestros privilegios.


En estos 15 años, las Administraciones han invertido mucho en Rioja Alavesa. ¿Se han gestionado bien esas ayudas?
Hasta hace tres años no había solicitado ninguna. Otros bodegueros me decían, “¡Eres tonto! Si no las pides tú, se las llevará otro”. Cuando hicimos una obra en la bodega esa ayuda nos vino muy bien, pero creo que deberían condicionarse más. Por ejemplo, exigir que la mayoría de empleados viva en el pueblo, para que el beneficio revierta en él. Ahora, muchas ayudas van a infraestructuras, depósitos, maquinaria… pero hay gente que no ha demostrado nada todavía y quizás, en lugar de inflar esa pelota, habría que invertir más en formación o marketing. De todas formas, el 70% de esas subvenciones se las llevan los grandes y la mayoría de los trabajadores vive fuera de los pueblos.

Empezaste a elaborar en El Collado, un conjunto de pequeñas bodegas-garaje en Laguardia.
Ese lugar es una joya. Allí están proyectos como Guardianes del Reyno, Basilio Izquierdo, Magaña… El Collado debería ser un vivero en manos del Gobierno Vasco o la Diputación. Quien pida una subvención de primera instalación debería trabajar primero allí, hacer no más de 10.000 botellas y, si funciona, recibir la ayuda para montar una bodega en su pueblo. Podría haber maquinaria común y un empleado de apoyo. Si en tres años el proyecto funciona, se da una subvención importante a ese proyecto para establecerse.

¿Cómo están las cosas para comprar viñedo en la comarca?
El precio ha caído porque hacemos un producto que parece que ya nadie quiere. Es más fácil comprar uvas que mantener viñas, porque requieren inversión constante: entre 3.000 y 4.000 euros por hectárea y año. Si tienes 20 hectáreas, son 60.000-80.000 euros. Si no venden botellas, ¿para qué quieres las viñas?
En esta zona, que no ha sido de las más caras, una hectárea costaba 80.000 euros hace un par de años; ahora se vende a 30.000. Yo nunca había visto algo así, pero creo que veremos gente que abandona y no las puede vender.

¿Y cómo ves el futuro a corto-medio plazo?
Creo que veremos una restructuración fuerte. Habrá gente que le va a ir muy bien: tendrá muchas hectáreas y hará productos estándar; otros seguiremos haciendo vinos más artesanos. Quien trabaje muy bien, haciendo vinos muy caros y de mucha calidad se quedará, pero los mediocres volarán. Y quien haga vinos muy correctos, a precio muy bajo también seguirá. Pero la zona media, de crianzas y reservas que técnicamente no están bien hechos, y que compiten con muchas otras zonas, va a desaparecer.

¿Y los grandes grupos de fuera?
Ellos no piensan en la comarca, sino que llegan, compran, hacen negocio y se van. ¿Sanean? Sí, pero no tienen peso social ni les interesa. Buscan rentabilidad y si no la encuentran, venden y se marchan. Yo, sin embargo, no me podré ir nunca porque esta es mi tierra.

Se produzca o no esa restructuración, el atractivo de esta comarca seguirá ahí.
De unos tres años a esta parte, el enoturismo la ha convertido en una especie de Disneylandia. Los sábados Laguardia está a tope, las carreteras colapsadas. Es un turismo low cost: vienen, pasan el día, gastan poco y se van a Logroño o Bilbao. No les importa que el vino sea bueno o malo, sino que sea negro. Tenemos un paisaje espectacular, pero lo malo es que atrae un turismo superficial.


¿Te ha traído disgustos ser un espíritu libre?
Sí, porque me lo llevo a lo personal. Pero quizás no soy un espíritu libre, sino un esclavo de este lugar y por eso sigo siendo quien soy. Esa esclavitud condiciona muchas decisiones, para bien y para mal. Mucha gente me dice que soy un tío de éxito, pero yo no asocio el éxito a esto.

¿A qué lo asocias?
No lo sé. Algunos lo vinculan a un cochazo o a un estatus. Yo intento valorar qué es realmente el éxito. A veces parece que brilla más lo de fuera que lo que uno tiene, quizá porque todo ha ido demasiado rápido y no hemos valorado lo que hemos hecho.

Quizás el éxito sea hacer cada día lo que a uno le gusta.
Cuando empezaba en esto y venía gente a la bodega, mi padre me preguntaba, ¿y este a qué ha venido, te ha comprado vino? Y yo le decía: “No, ha venido a verme a mí” y él no lo entendía.
Ahora, cuando hablo con agricultores de patatas o cereal del otro lado de la montaña pienso: viven como yo, igual tienen más patrimonio, pero nadie les pone un micro para entrevistarles como estás haciendo tú. Al final, hacemos lo mismo por un paisaje: trabajamos la tierra, transformamos un producto y lo vendemos.

Pero en el vino se ha mantenido un patrimonio de viña histórico y una identidad. El cereal se ha industrializado mucho más.
Sí, pero se ha industrializado porque el sistema les ha obligado. Hace poco estuve en el restaurante Lera, en la provincia de Zamora, y vi pueblos como el mío gestionados por una persona, forzados a la industrialización. ¿Ese agricultor tiene menos importancia para lo rural y la sociedad que yo? Está claro que no.

Pese a ese espíritu libre, te uniste a la asociación Subsierra. ¿Por qué?
Para mí es una herramienta de trabajo. Pero más que un movimiento comercial, yo lo veo como un movimiento social. Compartimos problemas comunes: abandono, falta de mano de obra, imagen de la zona, tejido social en los pueblos. Intentamos dar respuesta desde la formación y la promoción, y también cuidamos la relación entre los socios.

Pablo Franco es ahora el nuevo director general de la DOCa Rioja y Alejandra Rubio ha tomado el testigo como directora técnica. ¿Cómo ves estos cambios?
Con Pablo siempre he tenido buena relación. Cuando he tenido algún problema, lo hemos solucionado de forma constructiva por ambas partes. A nivel técnico, hay más voluntad de ayudar y están abiertos al cambio.
Ahora no es el momento de politiquear ni discutir, sino de trabajar juntos para hacer frente a los problemas que tenemos en Rioja. Pablo sabe que debe acercarse a los más pequeños y a los productores que elaboran de forma más reductiva. Además, acepta las críticas y está siempre encima de todo. Y Alejandra hará un buen trabajo; demostró ser una profesional muy válida cuando estaba de veedora.

¿Qué pedirías a esta nueva dirección?
Que nos escuchen y entiendan que hay muchas formas de trabajar. Las normas no pueden ser tan rígidas. Si se admite la diferenciación habrá más consenso. Pero también los productores debemos entender que nuestro papel es controlar al Consejo, no al revés. Las inspecciones son por el bien de todos. El problema es que aquí nadie dice la verdad al médico: si nadie hiciera trampas esto iría genial. Pero en general hay bastante deshonestidad y eso nos pasa factura.

Firma

Yolanda Ortiz de Arri

Periodista con más de 25 años de experiencia en medios nacionales e internacionales. WSET3, formadora y traductora especializada en vino