Nacida en 1981 en Angers, en el Valle del Loira, Pascaline Lepeltier iba camino de ser profesora de filosofía, pero un trabajo temporal en una tienda de vinos fue el germen de su extraordinaria trayectoria como sumiller. Vive en Nueva York desde 2009 y allí obtuvo su diploma de Master Sommelier en 2014. En 2018, consiguió ser la Mejor Sumiller de Francia y la primera en recibir el prestigioso premio Meilleure Ouvrière de France (MOF). No ha perdido el gusto por la competición y volverá a representar a su país en el Campeonato Europeo de Mejor Sumiller, que se celebrará en Serbia en noviembre.
Además de dirigir Chambers, su restaurante de Manhattan, y ser copropietaria de un proyecto vinícola en la región de Finger Lakes en EEUU, en 2023 publicó su libro Mille Vignes. Muy elogiado por la prensa francesa, se publicará en inglés en septiembre.
Esta entrevista tuvo lugar el pasado mes de octubre en Jerez, donde participó como jurado en el concurso Copa Jerez. De voz suave y tono afable, se expresa con solidez y coherencia en sus razonamientos y no tiene reparos a la hora de expresar sus opiniones.
Decidiste tomarte un respiro en tus estudios de filosofía y acabaste desarrollando tu carrera en el mundo del vino. ¿Cómo se produjo este cambio?
Estaba a punto de conseguir el título, pero me agobié y me di cuenta de que era demasiado joven para ser profesora de filosofía en la universidad. Sentí que tenía que hacer algo más práctico así que a los 21 años me tomé un año sabático y tuve varios trabajos, entre ellos en una empresa de catering y en una tienda de vinos. Aunque soy del Loira, nunca me había interesado el vino, pero a partir de ese momento me fascinó. Sentí una conexión muy especial con el vino.
Esa pausa de un año se convirtió en una nueva trayectoria.
Sí, volví a la universidad para estudiar dirección de hostelería y me enganché más porque había muchas clases de enología y visitas a viñedos. Enseguida me di cuenta de la dirección que quería tomar. A los 25 me saqué el título de sumiller, y a los 26 me convertí en Master Sommelier.
Tu nombre no aparece en la lista del Court of Master Sommeliers (CMS). ¿Renunciaste al título?
Obtuve el diploma de Master Sommelier en 2014. Tengo el título y aún puedo llamarme MS, pero con las acusaciones [de acoso sexual por parte de algunos miembros de la CMS] en Estados Unidos y mi propia trayectoria en el mundo del vino, a finales de 2020 decidí dejar de ser miembro activo del CMS. Me pareció que era la forma correcta de actuar.
No es habitual encontrar a alguien que renuncie voluntariamente a esas iniciales detrás de su nombre.
Para mí siempre fue un viaje de superación personal, un camino para intentar mejorar cada día, y me sentí muy orgullosa de conseguirlo. Hay mucha gente que intenta sacarse este título, y soy muy consciente del esfuerzo que hay detrás, tanto por el número de horas que hay que dedicar como por la inversión económica que supone, pero para mí, este título no me hace especial. Hay muchos grandes profesionales que no han seguido este camino y son extraordinarios en lo que hacen. Esas dos letras detrás de tu nombre no te hacen necesariamente diferente, pero respeto a cualquiera que decida seguir este camino para mejorar y desafiarse a sí mismo.
¿Te ayuda la filosofía en tu trabajo como sumiller?
Sin duda. Me siento muy afortunada por haber estudiado filosofía porque te enseña a utilizar el pensamiento crítico y a no dar las cosas por sentadas. Me ayuda a entender los prejuicios, otras formas de pensar y a intentar explicar el "por qué" de las cosas. Y siempre hay un por qué, sobre todo en el vino.
Existe una tendencia a hacernos creer que el vino es extremadamente objetivo, ya sea por el terruño, por su tradición histórica o por el mero hecho de que la naturaleza haga su trabajo. Obviamente, eso no es cierto y hay muchos porqués detrás. El vino puede ser mucho más que zumo de uva fermentado, incorporando tiempo, paisaje y cultura.
Desde un punto de vista filosófico, ¿qué es el vino?
Bergson, uno de mis filósofos favoritos, entiende la realidad como un flujo de fenómenos en constante cambio, y el vino es exactamente lo mismo. Es un producto siempre cambiante que nosotros, que también estamos en constante cambio, intentamos interpretar, comprender, describir y a veces controlar. La forma en que producimos, consumimos y hablamos del vino revela mucho sobre nuestra relación con la naturaleza en general.
¿Qué es la calidad en el vino?
Lo que comemos y bebemos trasciende al estatus y está profundamente relacionado con nuestra salud y nuestro entorno. Ofrezco a mis invitados vinos que les hagan sentirse bien y que les proporcionen felicidad, independientemente del sabor, que es otra historia. Y sé que la forma en que se ha cultivado, intentando minimizar la cantidad de productos utilizados, es importante.
Has trabajado en Francia, Bruselas y Nueva York. ¿Has encontrado en esa última ciudad algo que no encontraras como sumiller en Europa?
Esta profesión era muy joven cuando llegué a Nueva York en 2009 y en cierto modo se produjo una especie de invención del oficio. Al ser una ciudad tan singular y cosmopolita, llegó un momento en el que los aficionados al vino más tradicionales —muy eurocéntricos, afines a regiones históricas muy concretas—, dieron paso a todo un nuevo público que empezaba a descubrir el vino artesano, pero también la cerveza artesanal y los cócteles. Fue una época apasionante en Nueva York: había dinero y la gente estaba dispuesta a beber vinos más originales de regiones y países distintos a los ya consagrados. En la comida también había influencias de todo el mundo. Probé cosas como el mole o el sushi por primera vez en mi vida, así que para mí fue muy estimulante tener la oportunidad de seguir probando y aprendiendo.
Este dinamismo no lo encontré en París. En aquella época, Francia seguía siendo bastante chovinista. Sí que se percibía algo en Bruselas, porque allí a la gente le gusta mucho el vino y es curiosa, aunque en términos de cultura vinícola no había tanta diversidad, y había menos dinero.
Debe de ser difícil para cualquier sumiller volver a Europa después de vivir experiencias así.
Cuando vives en el extranjero y ves las cosas desde otra perspectiva, redescubres y aprecias lo que tienes en casa. Soy del Valle del Loira y valoro mucho mi región y el resto de Europa. Aquí hay sentido de la tradición, del tiempo y de la paciencia. Las cosas se hacen a otro ritmo, mientras que en Nueva York siempre es la novedad, lo último, lo más rápido. Me siento muy afortunada de mantener un equilibrio entre ambos mundos.
En la carta de tu restaurante de Manhattan hay unos 2.000 vinos de pequeños productores, en su mayoría ecológicos, biodinámicos y naturales. ¿Por qué te apasionan estos vinos?
Chambers es un restaurante de barrio centrado en ofrecer comida sencilla y bien elaborada con productos de calidad y cercanía. Estoy convencida de que el buen vino y la buena comida son fundamentales y pueden contribuir a que conectes o te identifiques con un origen. Pruebo miles de vinos cada año, y conecto con los que tienen esa energía tan especial, vinos que respetan la vida del viñedo.
Y luego está la gente que los elabora. Quiero ser parte de un movimiento que defienda la necesidad de transformar nuestra forma de cultivar y de comer. Este cambio es posible y no resulta mucho más costoso, sólo requiere más tiempo. Comer y beber de forma respetuosa te hace mucho más feliz y por eso trabajo con estos vinos. Son mejores en todos los sentidos.
¿Abanderar la alimentación y el vino sostenibles es un ejercicio de militancia?
Tenemos que comer. Quizá no tengamos que beber, pero creo que forma parte de la humanización de las personas. La forma de comer, la decisión de cultivar determinados productos, es una cuestión eminentemente política. Y yo vivo en Estados Unidos, que es una catástrofe en términos de cultura alimentaria, tanto por la abundancia de comida basura como por el deterioro de parte de la tierra y sus efectos en la salud de la población estadounidense. Deberíamos educar a los niños para que aprendan a probar, a descubrir el verdadero sabor de los alimentos y la paciencia de cocinar uno mismo. Cambiaría nuestra relación con el medio ambiente y nuestro entorno.
Supongo que es más fácil en Manhattan que en el Medio Oeste.
Tenemos suerte de trabajar en un entorno de lujo como es un restaurante hoy en día, sobre todo en uno como el nuestro. Tenemos muchos derechos, pero también obligaciones. Para mí, una de ellas es defender con firmeza lo que debe ser la agricultura del mañana, porque si no, no hay mañana. Y eso se puede hacer con una copa de vino y un buen plato a un precio razonable en Manhattan o en cualquier otro lugar. En el restaurante, nos empeñamos en que sea muy asequible. Nunca quise trabajar para el 1%, para los restaurantes súper lujosos. Pero te sorprendería lo difícil y caro que es encontrar buenos productos, incluso en Manhattan... y en cuanto sales de la ciudad, es casi imposible.
¿Cómo ves la evolución del vino natural?
El éxito trae consigo la toma de conciencia, pero también los excesos. Por desgracia, la categoría se ha convertido en una caricatura de sí misma porque sólo se señala una cosa, un elemento minúsculo que es la ausencia de azufre. El problema es que separamos naturaleza y cultura. A menudo les digo a los bodegueros que ellos no son los únicos que hacen el vino. Las levaduras hacen el vino, la luz se encarga de la fotosíntesis y las bacterias también aportan nutrientes a las plantas. Pongámoslo en perspectiva. No somos más que una pequeña parte de una gran cadena, así que tenemos que mostrar más humildad. Ahí radicaba la fuerza de este movimiento: sabemos que si cultivamos de forma industrial lo destruiremos todo, por tanto regresemos a cosas que no entendemos pero que sabemos que funcionan.
El vino natural puso sobre la mesa esta idea, pero desgraciadamente su éxito atrajo a productores interesados únicamente en la fuerza comercial del término, y no en el trabajo o la ética que había detrás. Ha llegado el momento de reevaluar el nivel de intervención humana y dar un paso atrás por el bien de la naturaleza.
¿Y el término ‘vino natural’?
Ojalá el nombre desaparezca algún día porque es más dañino que beneficioso. Quizá sea por mi educación en filósofa, pero es un concepto que no funciona y estamos ante lo que Bergson llamaba un falso problema. Según él, muchos de nuestros problemas surgen porque la palabra y el concepto no se ajustan a la realidad. El vino natural es un falso problema porque la definición de naturaleza es errónea. Pero si se plantea de otra manera, entendiendo que no hay separación entre naturaleza y cultura, el problema desaparece.
Ahora las preguntas que debemos hacernos son: ¿Hasta qué punto queremos preservar la biodiversidad necesaria para la vida? ¿Queremos controlarla y matarla aunque seamos incapaces de generarla? Somos expertos en matar el suelo, pero no sabemos crearlo. Sólo la naturaleza sabe hacerlo.
Vivir en Nueva York te expone a muchas tendencias y modas. ¿Hay alguna que te preocupe?
Es evidente que hay una tendencia a beber menos y mejor, y creo que eso es bueno. Viendo la cantidad de vino que hay que destilar porque no hay mercados para venderlo, sobre todo en Europa, nos damos cuenta de que tenemos una máquina que se ha vuelto esquizofrénica. Las empresas vinícolas obtienen financiación para plantar clones y regar, y luego reciben subvenciones para destilar. Salta a la vista que algo va mal y que estos vinos no van a sobrevivir. Y esto no sólo es caro sino que, por desgracia, tendrá consecuencias sociales.
La gente busca cada vez más identidad y placer en los vinos que bebe. Han comprendido que el vino es un producto especial entre las bebidas alcohólicas, tanto por su calidad como por lo que representa. Veo un cambio en la gente que ahora dice: " Esta noche no queremos beber dos o tres botellas. Queremos beber una botella excelente y disfrutarla". Es una tendencia que va a más.
¿Y os está afectando a la venta de vino?
Un poco, pero la cifra de ventas es regular. Mi restaurante es especial porque se centra mucho en el vino, así que la gente sigue viniendo. Y estamos llegando a un nuevo público que quiere disfrutar del estilo de vinos que servimos.
¿Es gente joven?
En realidad, un poco de todo. Atraer a los jóvenes es cada vez más difícil, porque vivir en Nueva York, y especialmente en Manhattan en particular, es muy caro. No todo el mundo puede permitirse salir y comprar una botella de vino no es barato.
Hablemos de los vinos españoles. ¿Cómo ves su calidad e imagen? ¿Ha mejorado?
Muchísimo. El potencial siempre estuvo ahí, pero quizás estos vinos no se embotellaban por separado en el pasado o a lo mejor no llegaban a los mercados extranjeros. La Nueva España, si podemos llamarla así, incluye nombres que sin duda han traído aire fresco a nuestra perspectiva del vino español.
¿Qué vinos tienen más demanda?
Mis clientes buscan vinos con una identidad marcada. No quieren beber chardonnay del Penedès. Quieren beber uvas locales como xarel.lo, malvasía de Sitges, albarín de Cantabria, godello, treixadura, caíño... En los últimos 10 años, más o menos, en Nueva York hemos visto unos cuantos pioneros, gente que realmente supo captar la esencia de cada región y ahora todo este movimiento está en pleno auge. Vendemos mucho vino de Galicia, tanto blanco como tinto; de Cataluña -no Priorat o Cava, sino del resto de la región, tanto tinto como blanco, con pieles o sin ellas-, y por supuesto, los vinos canarios son muy populares. Gredos también despierta gran interés porque la nueva expresión de la garnacha ha cambiado totalmente la percepción de la gente. Desde hace dos o tres años, los vinos de pasto están triunfando en mi restaurante, sobre todo por copas. La gente los pide cada vez más.
¿Los consumidores están familiarizados con el nombre vino de pasto? Como sabes, en Jerez hay un debate en torno a cómo llamar a estos vinos.
Los sumilleres llevan tiempo utilizando este término para referirse a estos vinos blancos y los neoyorquinos se están familiarizando con él porque también lo han visto en la prensa generalista.
¿Consideras que los vinos de pasto pueden ser una puerta de entrada al jerez tradicional?
Creo que ambos estilos se van a retroalimentar entre sí; si conoces un poco el jerez, no puedes dejar de ver esa conexión. Lo que me parece fascinante de los vinos de pasto es la forma en que expresan la identidad del lugar y de los diferentes pagos, y cómo entroncan con los diferentes estilos de vinos generosos.
Durante mi viaje a la zona para la Copa Jerez, tuve la suerte de catar con el grupo Territorio Albariza. Cada uno tiene su estilo de vinificación, pero en sus vinos se notan los pagos, el peso, el volumen y la tensión. Se nota Sanlúcar y la diferencia entre Miraflores y Carrascal; todo adquiere sentido.
Los productores españoles, ¿saben venderse bien a sí mismos y vender la diversidad de vinos que producen?
En mercados concretos como el mío, sí. Los españoles son siempre gente alegre y jovial, y transmiten simpatía. Quizá haya una desconexión entre las campañas de marketing de los grandes consejos y lo que se vende en el extranjero y los estilos más alternativos. Los países con una larga tradición vinícola, como España, Francia e Italia, tienden a apostar por las denominaciones de origen más grandes, o por estilos de vino más técnicos, convencionales e internacionales. Pero lo van a tener más complicado en el futuro: la gente ya no pide ese estilo internacional de vinos.
¿Crees que podría afectar a regiones conocidas como Rioja?
Todo el mundo ve lo que está pasando allí internamente y ahora mismo la situación es complicada. En mi restaurante vendemos vinos de Rioja que encajan con nuestra filosofía, que es o el estilo clásico de siempre o la nueva generación de productores con vinos muy transparentes de zonas muy concretas como Rioja Alavesa. Tener vinos de grandes volúmenes en una zona como esa es problemático. Hay demasiado vino de calidad aceptable que el público percibe como una marca que poco a poco pierde poder. Champagne ha sabido defender muy bien esta identidad de marca y luchar por ella, pero no todas las regiones pueden hacerlo. El cava es un ejemplo.
¿Cómo ves el cava en estos momentos?
El cava sufrió ese problema y los principales productores abandonaron la denominación para crear su propio colectivo. Cuando no eres un gran aficionado a los vinos espumosos, quizás bebas cava, franciacorta o prosecco, pero en cuanto empieces a tener más interés, vas a tomar Recaredo. Y cuando comienzas a beber este estilo de espumoso, ya no hay vuelta atrás.
Este problema también ocurre en algunas denominaciones de origen en Francia. Los grandes controlan la identidad de la zona y, por tanto, diluyen la marca, de modo que los mejores productores se marchan y al final hay dos velocidades, una centrada en grandes volúmenes y precio y otra que intenta expresar un lugar. Afortunadamente, creo que el futuro se presenta un poco más sombrío para los vinos de gran consumo, simplemente porque hay menos gente que los bebe. El movimiento artesanal creo que tiene más posibilidades de sobrevivir.
Has participado en campeonatos de sumilleres de primer nivel a lo largo de tu carrera. ¿Cómo se prepara una competición de ese nivel? ¿Cómo se gestiona el estrés, los nervios?
Personalmente, he evolucionado mucho. Antes entrenaba a nivel amateur, pero tenía que compaginarlo con mi trabajo, así que era bastante duro. Cuando comencé mi preparación para el campeonato del mundo de 2023, quise que fuera una experiencia para mejorar y disfrutar, no algo estresante, así que trabajé con varias personas, entre ellas un nutricionista, que me ayudó a cambiar mi dieta y estar sana, a dormir mejor y a sentirme mejor. También acudí a un preparador del equipo olímpico de tiro con arco de Francia para mejorar la concentración mental y a un entrenador de Estados Unidos para aprender a memorizar mejor las cosas. Y conté con un instructor que me ayudó a estar físicamente en forma.
Todas estas herramientas me ayudaron a equilibrar mi vida laboral y personal, pero también a lograr que el tiempo que dedicaba a estudiar fuera puro placer. En cierto modo, fue como volver a la escuela, pero aprendiendo mejor y disfrutando. Lo recomiendo.
¿Cuánto tiempo estuviste preparándote?
Nueve meses. Todo esto coincidió con la apertura de mi restaurante y con escribir mi libro. Disponía de muy poco tiempo, pero aprendí a aprender. La experiencia me hizo darme cuenta de que no hace falta estudiar 10 horas al día porque no funciona. También aprendí a estar más relajada en general, a hablar en público... Soy bastante tímida pero realmente sentí que progresaba. Y aunque no gané la competición, la experiencia fue muy gratificante y me lo pasé muy bien.
¿Notaste que la gente te trataba de forma diferente después de ser la primera mujer en ganar el campeonato de Francia?
Claro, es como cuando conseguí el título de Master Sommelier. Eres la misma persona el día antes y el día después, pero de repente se te respeta. Creo que hay que rodearse de las personas adecuadas. Cuando gané los títulos de Francia en 2018, mi círculo cercano no cambió su opinión sobre mí, pero sí cambió en los medios de comunicación y entre otros profesionales que no me conocían.
Los títulos me permitieron acceder a un montón de oportunidades increíbles, pero en realidad no fui la primera mujer. En los años 80, dos mujeres ganaron en la categoría de restaurante/sumiller, pero nunca se les reconoció su triunfo. Una de ellas fue al concurso de Mejor Sumiller del Mundo de 1992 como suplente y tampoco se la mencionó. Aquello fue una tremenda decepción para mí. Estas mujeres se merecían un reconocimiento porque rompieron el techo y fueron las verdaderas pioneras.
¿Qué aptitudes se necesitan para ser un buen sumiller?
Te tiene que gustar mucho la gente. Mi trabajo como sumiller en el restaurante es ante todo psicología; tengo que conseguir que me cuenten algo muy íntimo de ellos, que son sus gustos. Hay que entender a los clientes en un contexto muy concreto y hacerlo muy deprisa. También se necesita tener buena memoria para encontrar el vino más adecuado para ellos. Esa es mi recomendación si de verdad quieres hacer un buen trabajo en sala; si no, no hace falta ser psicólogo; basta con vender y ya está.
¿Hasta qué punto es importante la cata a ciegas para los profesionales del vino?
Es fundamental para conocerse mejor a uno mismo. Me gusta mucho catar a ciegas, pero más que para adivinar lo que tengo en la copa, para entender el vino y la intención de la persona que lo hace. Siempre hay una intención, bien porque se haya hecho para un mercado específico, bien porque se ajusta a un precio o porque el productor quiere hacer el mejor vino de su vida. Me gusta encontrar la conexión entre la vinificación y el objetivo del vino. Lógicamente, me encanta acertar el vino, porque eso significa que lo he entendido. Cada vez trabajo más la salivación, porque es una reacción natural de mi cuerpo al tanino y al ácido y no miente. También estoy intentando aprender a detectar cuándo se ha añadido algo y a separarlo, para intentar ver lo que hay detrás.
Por tanto, cuando catas, lo que te interesa es el paladar.
Sí, la verdad es que no le doy mucha importancia a la nariz. Para mí, siempre va después del paladar. Lo más importante es la energía, hasta qué punto un vino ha sido transformado o no, el tipo de salivación que produce y si se percibe el origen. Por último, trato de entender la intención.
Eres una de las impulsoras de Chepika, un proyecto para elaborar vinos espumosos con variedades autóctonas como catawba y delaware en la región de Finger Lakes. ¿Qué te motivó a involucrarte?
Quería tener en mi restaurante un vino con certificación ecológica del estado de Nueva York. Mi amigo y ahora socio Nathan Kendall me dijo que los únicos viñedos con certificación ecológica eran híbridos locales que se polinizaron de forma natural en el siglo XIX. Yo jamás había oído hablar de estas variedades autóctonas, pero en realidad Finger Lakes era conocida en el siglo XIX por producir vino espumoso con la variedad catawba. Hasta había un enólogo que trabajó en Veuve Clicquot.
Nosotros tuvimos la suerte de encontrar una viña centenaria cultivada ecológicamente desde los años 70, y decidimos probar suerte haciendo un vino espumoso. Con el clima tan hostil de Finger Lakes, enfermedades como el mildiu, el oídio y la botrytis son frecuentes, pero los híbridos llevan allí 250 años y están adaptados. Así que en lugar de rechazar estas variedades por sus aromas, nos hemos centrado en hacer vinos de calidad y asequibles partiendo de los recursos naturales e históricos de la región.
¿Qué acogida han tenido estos vinos entre tus clientes?
Hemos tenido mucho éxito con este pequeño proyecto, pero, de nuevo, se trata de una cuestión más bien política, de reivindicar y recuperar un legado: el 75% de las cepas en Finger Lakes son híbridas. No necesitan tratamientos, dan buenos rendimientos y una variedad como la delaware, que sabe como un vino blanco neutro, podría funcionar muy bien para vinos de entrada de gama. Por supuesto que la región puede hacer vinos con riesling, pero deben hacerse bien. Creo que es más fácil cambiar el gusto del mercado que intentar cultivar una variedad que no está adaptada a una zona concreta. He aquí de nuevo el "por qué".
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