Con sus 1.000 km de senderos y el imponente macizo calcáreo del Parque Nacional de Ordesa, la comarca de Sobrarbe, en el pre-Pirineo de Huesca, es hoy en día un destino turístico para aficionados a la naturaleza y los deportes de montaña. Sin embargo, hasta hace 60 años, sus valles más meridionales, con clima continental pero influencia mediterránea, eran también una zona rica en viñedos, olivos y almendros.
Solo en el pueblo de Coscojuela de Sobrarbe, con apenas 30 casas, se producían 100.000 litros de vino para abastecer a Bielsa, Broto, Benasque y otras localidades del norte de Huesca. “Venían con las mulas a llevar pellejos de vino, porque entonces se vendía a granel y era para consumo local”, recuerda José Mari Olivera, de 71 años. “Aquí se vivía de la uva. Todas las casas de estos pueblos tienen unas bodegas de miedo; solo en la de mi familia se hacían 18.000 litros”.
La construcción de los embalses cambió la fisonomía de pueblos como Coscojuela, Morillo de Tou, el pueblo de José Mari, y especialmente Mediano, que quedó sumergido bajo las aguas. Hoy, en el pantano que lleva el nombre de aquel pueblo del pasado, solo asoma la punta de su iglesia, visible incluso cuando el embalse está al máximo de capacidad. Como la de José Mari, la mayoría de las familias que vivían en esta parte de Sobrarbe se mudaron a Barbastro o Monzón, más al sur, y los pocos habitantes que quedaron decidieron sustituir los cultivos tradicionales por cereal, más fácil de trabajar y menos necesitado de personal.
De todo aquello apenas quedan los recuerdos de los más mayores. Jorge Olivera, el hijo de Jose Mari, calcula que se conservan unas 10 hectáreas de viña vieja o en vaso en todo Sobrarbe. A partir de la década de 1970, el negocio del vino se asentó en Barbastro, capital del Somontano, donde hoy en día se cultivan 4.000 hectáreas, pero Jorge, un espíritu libre, se empeñó en lanzar su proyecto vitivinícola en la tierra de sus mayores. Lo hizo en 2009, plantando viña desde cero, en terrenos que quedan fuera de los límites de las DOs e IGPs de la provincia, en Coscojuela de Sobrarbe, el pueblo de su madre a orillas del pantano.
Los comienzos fueron bastante informales. Aficionado al vino desde joven, Jorge compaginaba su trabajo como ingeniero mecánico en Barbastro con el cultivo de la viña y la elaboración de vino para casa. Como en aquellos tiempos le gustaban los vinos de Ribera, se decantó por cultivar tempranillo y merlot pero pronto se dio cuenta de que la uva bordelesa no le funcionaba bien así que en 2016 la injertó con moristel, la tinta tradicional de la zona.
Su primera cosecha fue 2011 y vinificó las uvas en un depósito inoxidable para consumo familiar. En 2015 alquiló una viña en Aínsa, que luego dejó, pero nunca consideró tener su propia bodega. Sin embargo, la realidad legal de España le obligó a cambiar de planes. “Yo solo quería criar cuatro o cinco barricas, como hacen muchos pequeños viticultores en Francia, pero aquí es imposible porque hay que legalizar toda la instalación a efectos sanitarios. Así que, o creas una bodega para tener cierto volumen o es un proyecto inviable, excepto si vendes las botellas a 100 euros”.
De la construcción de la pequeña bodega en 2021 se encargaron Jorge y sobre todo su padre, que supervisó el movimiento de 2.000 metros cúbicos de tierra para asentar los cimientos del proyecto. Alimentada con energía fotovoltaica, además de la zona de vinificación hay una sala de barricas subterránea con un gran muro de piedra al fondo. Por él se filtra el agua del terreno de forma natural y además de refrescar el espacio y mantener la temperatura constante, crea un ambiente que transmite calma. En la planta superior, aún sin terminar, quizás instalen algún día una sala de catas y zona social pero de momento hace las funciones de taller.
Jorge hacía unas 4.000 botellas y pensaba seguir en esa línea, pero en 2022 le surgió la oportunidad de alquilar una viña semiabandonada en Liguerre de Cinca así que decidió pedir una excedencia de cinco años en la fábrica y convertirse en viñador a tiempo completo, sacando al mercado sus primeros vinos. “Si hubiera seguido compaginando el trabajo de ingeniero y viticultor, creo que a nivel familiar y de salud la cosa habría ido mal”, confiesa Jorge, que tiene 39 años y dos hijos pequeños. “Los vinos probablemente tampoco habrían salido como yo quería”.
Menos la poda, la vendimia de 2023 la hizo ya a tiempo completo como viticultor, lo que le permitió estar más encima de sus tres hectáreas de viña propias, todas con cepas jóvenes, y de las las alquiladas, que en la actualidad suman siete hectáreas y tienen entre 30-40 años de edad. Trabaja todo en ecológico, con cubiertas vegetales y prácticas biodinámicas y está contento con el resultado. “Con mis fallos y mis errores, fue un año generoso, y saldrán al mercado unas 15.000 botellas”.
Lo que no se esperaba es la carga administrativa y burocrática que hay detrás de hacer y vender una botella de vino, una labor a la que tiene que dedicar más tiempo del que le gustaría. “Cuando vienes de otro sector no eres consciente de todo ese trabajo. Yo creía que en Europa el comercio era libre, pero no es así. Además, se nos exige lo mismo a los pequeños que a los grandes”.
Aunque reconoce que en sus comienzos le gustaban los vinos con fruta y potencia, sus gustos han ido evolucionando hacia estilos más ligeros de ahí que Jorge lamente que se menospreciaran las uvas locales frente a las francesas, que dominan hoy en día las tierras de Somontano. “En Barbastro había muchísimo moristel hasta los 90. Si se hubiera mantenido esta y otras variedades como la parraleta, yo creo que podría haber sido una zona con bastante identidad”.
Su idea es asentar el proyecto con 50% moristel, una variedad que le gusta por su graduación baja, buena acidez y alta producción de fruta de buena calidad siempre que se vendimie pronto. “Al generar mucha uva, el azúcar se reparte más entre la planta. Si la cortas tarde, te quedas con un vino plano y sin tensión”, explica Jorge, cuyas plantas provienen de una selección masal que hizo de diferentes viñas de sus vecinos. “A mí me gustan los vinos frescos, fluidos y que se beban fácil”.
También trabaja con garnacha tinta, que suele mezclar con moristel para conseguir ese estilo de vino que le gusta, y syrah, que lo elabora porque ya estaba en el viñedo que alquiló. El cabernet sauvignon que tiene en alguna parcela suelta lo regala a gente del pueblo porque es una variedad que no le atrae y tampoco tiene más espacio para vinificar.
La parraleta la tiene co-plantada en una viña con moristel, pero Jorge confiesa que todavía no le ha pillado el punto a esta tinta local. “Es poco productiva y de maduración tardía. En Somontano se han hecho parraletas 100%, pero yo tengo que trabajar más sobre la variedad. En 2024, a pesar de las lluvias, las uvas se quedaron muy pequeñas y apenas cogí 500 kg de 1.000 cepas”, explica Jorge.
En cuanto a blancas, tiene el chardonnay que plantó en 2021 en una parcela junto a la casa familiar y en breve cultivará media hectárea más de macabeo y garnacha blanca con la idea de que a futuro estas dos últimas representen el 35% de su producción. “No me quiero cerrar a una única variedad. Si tuviera solo moristel la vendimia en 2024 habría sido relativamente mala. La gracia está en tener un poco de todo”.
Sin formación académica en enología ni viticultura, Jorge confiesa que hace los vinos “un poco a ojo”, guiado por su instinto y sus intercambios de ideas con otros productores con los que comparte filosofía como Adrián Alonso (El Serbal, Arlanza) o el zaragozano Jorge Temprado (Cuquero), de los que aprende día a día.
Desde sus inicios ha trabajado en ecológico y sin añadir productos, excepto en 2014 y 2015. “Cuando empiezas quieres hacer el mejor vino y me dijeron que para eso tenía que poner levaduras y sulfitos, pero con el tiempo me di cuenta de que los vinos de esas dos añadas estaban más prietos, con la fruta mucho más marcada”, explica Jorge. “Por eso decidí seguir haciendo el vino que me gustaba. Además, tampoco tenía presión: si un vino se echaba a perder, pues se echaba a perder. Pensé que ya iría aprendiendo poco a poco”.
Ahora que el vino es su sustento, quizás empiece a notar un poco más de presión, pero por ahora no parece ser el caso. “Mi familia me dice que estudie para tener las cosas un poco más controladas, pero la verdad es que después de haber estudiado y trabajado en ingeniería, la información me satura mucho”, confiesa. “Cuantas más cosas sabes, más cosas tienes que controlar. No soy radical, pero yo prefiero ir por libre. Al final lo único que pretendo es hacer un vino sin defectos, y del estilo al que se hacía en el pueblo”.
Repasa cada racimo que entra en su bodega (“una auténtica locura”), no analiza los vinos en el laboratorio y aparte de trabajar con mínima intervención y mezclar los vinos únicamente después de que lleven un tiempo en barrica para evitar problemas en caso de acidez volátil, no tiene más fórmulas. “En 2024 he metido bastante uva con racimo entero porque los vinos van a estar un año en botella, pero otros años he despalillado y he conseguido vinos más directos; los blancos los suelo hacer sin pieles porque me resultan cansinos, aunque en 2023 sí los maceré un poco”, explica. “Todo va en función de la sensación que tenga, pero igual en dos años la cosa cambia. Lo bueno de ser primera generación es que no hay expectativas”.
Hacer siempre lo mismo le aburre, así que ese espíritu rebelde también lo aplica al número de referencias en el mercado, que varía según la añada. Eso sí, tiene tres que quiere elaborar de forma continua: Negiro, Gorrión y As Nabatas. Sus compradores son pequeños importadores en Francia, su principal cliente, Italia, Suiza, Dinamarca y Portugal. En España vende sus vinos directamente a un puñado de restaurantes con sumilleres que buscan algo diferente y en breve Cuvée 3000 distribuirá sus vinos a nivel nacional.
En el tinto Gorrión (1.850 botellas) mezcla siempre garnacha con macabeo y otras variedades en distintas proporciones, según el perfil de la añada, pero siempre buscando un estilo vibrante y fresco. Su vino blanco se llama As Nabatas, el nombre aragonés de las balsas de troncos que se utilizaban antiguamente para transportarlos por el río. De momento la producción es muy restringida (270 botellas) y en la añada 2022 mezcla 90% de macabeo con 10% de chardonnay. Con garnacha blanca elabora As Forcas pero de momento no lo hace todos los años, porque según Jorge, si no se coge en su punto, “el vino se queda un poco pesado.”
Aunque nunca se comercializó, de su primer moristel, vinificado en 2018 con levaduras propias, sin sulfitos y fermentado en inox, llenó 110 botellas. Era un vino sin grandes pretensiones, pero la botella que probamos hace unas semanas conservaba la acidez y buena energía y ha envejecido con dignidad.
Esta primera prueba se convirtió en 2020 en Negiro (origen al revés), para el que mezcló 200 litros de moristel criado en barrica con 100 de garnacha, consiguiendo así equilibrar la fruta y el alcohol de la garnacha, que en Sobrarbe puede llegar fácilmente hasta los 13,5-14%, con la acidez y frescura de la moristel. La añada actual en el mercado es 2022 y ha elevado la producción hasta las 1.100 botellas.
Carmín (1.750 botellas) no sale todos los años pero sí lo hará en la añada 2023, que fue cuando Jorge se pudo dedicar por completo al proyecto. Etiquetado como tinto, mezcla un 60% de uva blanca con 20% moristel y 20% garnacha y en él se percibe un ligero cambio de estilo hacia un vino de sed limpio, directo, con ligereza, buena acidez y fruta crujiente.
Otros vinos que ha elaborado sin continuidad, solo cuando las características de la cosecha lo permiten, son el tempranillo O Charraire (360 botellas), un syrah aún sin nombre de la añada 2024 y un ancestral con macabeo de nombre Bubbles.
Todas sus referencias se venden sobre los 25-35 € y se resiste a posicionarlas. “Ya sé que podría vender las más escasas a mayor precio pero todos los vinos me cuestan más o menos el mismo esfuerzo hacerlos, no es que tenga una viña con un solo racimo en cada cepa. Además, quizás el vino que mejor envejece es el más barato”, argumenta. “Tampoco voy a precios de salida altos; quiero que mis vinos se beban de manera informal y sean asequibles para todo el mundo. Yo cada vez compro menos grandes etiquetas y más vino español de viticultores inquietos; hay que desmitificar el vino”.
Sin página web y poco activo en redes sociales, Jorge mide con cuentagotas su presencia en ferias pero en 2025 sí que estará en el salón Liquid Vins en Barcelona y en algún evento de sus importadores.
Tampoco puede permitirse el lujo de preocuparse en exceso por la imagen de sus etiquetas, que acabó diseñándolas él mismo con una foto de su viña en Coscojuela que retocó en el ordenador y en la que superpone el nombre de cada vino. “Me cobraban 1.000 € y como tenía otras prioridades, las hice yo. No es la etiqueta que más me guste pero funciona bien en Instagram. Además, las puedo modificar yo personalmente para poner detalles que a veces me piden los importadores”, explica Jorge, que identifica las variedades en las etiquetas con un código con consonantes (por ejemplo, As Nabatas, que mezcla macabeo y chardonnay es 90MCB10CHRDNNY).
De momento, imaginación y paciencia no le faltan porque es consciente de que se juega las cartas en una única oportunidad cada vendimia. “En tres años no puedo pretender saberlo todo. No voy a dejarlo por imposible solo porque una vez pueda salir algo mal”.