“Las regiones mediterráneas son las más olvidadas de España”, dice José María Vicente, el propietario y alma máter de Casa Castillo en Jumilla (Murcia), uno de los grandes referentes del sudeste español.
“A nivel global, España vive uno de sus momentos más dulces. Hemos asistido al auge de las zonas continentales primero y de las atlánticas en los últimos años, pero en el Mediterráneo estamos más anclados; hace falta más gente haciendo cosas interesantes. Unos pocos no somos suficientes para construir zona”, reflexiona este elaborador sin formación enológica, pero con mucho sentido común y gran afición por el vino (tiene más de 1.000 botellas en su bodega personal) con el que se puede hablar de productores, añadas y estilos de vino de lo más variados.
Como propiedad vitícola que solo trabaja con sus uvas, Casa Castillo ha elegido un camino un tanto solitario dentro de su denominación que a menudo se ha entendido mejor fuera que dentro de España. En momentos puntuales, como el inicio de la década de los 2000 o la última crisis, ha llegado a exportar entre el 85% y el 90% de la producción para volver en la actualidad a un más equilibrado 60% exportación - 40% mercado nacional.
Situada a unos 12 kilómetros del centro de Jumilla, la finca pasaría totalmente inadvertida para quien transite por la carretera que une este municipio murciano con el de Hellín (ya en la provincia de Albacete y en la comunidad de Castilla-La Mancha) si no fuera por una vieja tina de vino que marca el inicio de un camino de tierra enmarcado por pinos.
El conjunto de edificios en el que desemboca ofrece un aspecto bastante más humilde y sencillo que la media de las actuales bodegas españolas. Su activo más importante está encaramado a una colina. Se trata de una parcela de ocho hectáreas en orientación sur plantada sin injertar en 1942 por el abuelo de José María. “Hasta los años 60, era habitual plantar directamente en terrenos arenosos,” cuenta Vicente.
Es el viñedo más antiguo de la propiedad y el origen del singularísimo Pie Franco, un tinto de monastrell con la concentración que se espera de un viñedo viejo de secano, pero con una textura y elegancia de taninos que ha puesto a Casa Castillo en el mapa de los vinos finos españoles.
El abuelo José Sánchez-Cerezo compró la finca en 1941, justo después de la Guerra Civil. Se dedicaba al esparto, a la madera y a la comercialización de hierbas aromáticas, pero la industria del esparto empezó a flaquear con la llegada del plástico y obligó a reconducir la finca hacia la viticultura. Se siguió plantando viñedo cuando el padre de José María cogió el relevo a mediados de los 70. Las uvas se vendían habitualmente a otras bodegas, pero la crisis de los 80 les llevó a convertirse en productores.
Fiscal de profesión, Nemesio Vicente era un gran aficionado al vino. Su hijo recuerda los buenos riojas clásicos que se bebían en casa y la llegada de los primeros riberas a finales de los ochenta y principios de los noventa. Siguiendo los modelos de calidad de la época, la tempranillo y la cabernet sauvignon no tardaron en cultivarse en la finca. Todavía harían falta algunos años para reflejar la auténtica identidad del paisaje.
“El primer punto de inflexión para hacer “jumilla” en Jumilla -puntualiza José María, quien se incorporó plenamente al negocio en 1994- fue el Casa Castillo Vendimia que aparece en la cosecha 1996”. Dos años después, en la cosecha 1998, se elaboraron los vinos parcelarios Las Gravas y Pie Franco.
Si el Pie Franco es la expresión más pura de la finca, Las Gravas ejemplifica la evolución realizada en las dos últimas décadas hacia una viticultura totalmente adaptada al entorno. Concebido inicialmente como un ensamblaje de monastrell y cabernet sauvignon, en la cosecha 2001 se incorpora algo de syrah, en la 2008 se sustituye la cabernet por garnacha y en la 2016, que saldrá al mercado en septiembre próximo, se abandona definitivamente la syrah. El perfil definitivo del vino es el de una monastrell apoyada en algo de garnacha con una mezcla que ha quedado reducida a las dos variedades que mejor se adaptan a este entorno.
“La garnacha no es tradicional de la zona -explica Vicente- pero por lógica se puede adaptar bien como podría hacerlo también, por ejemplo, la cariñena. La syrah empieza a estar un poco al límite porque es muy vigorosa y la estamos recogiendo entre la última semana de agosto y la primera de septiembre cuando lo ideal para nosotros es empezar a vendimiar a mediados de septiembre cuando el clima cambia radicalmente en el altiplano y empezamos a tener temperaturas más frescas”.
Con 150 de las 170 hectáreas de viña de la finca en producción, la transformación varietal se da ya casi por concluida tras reemplazar casi 40 hectáreas de tempranillo, 12 de cabernet y el poco macabeo que había. Ahora mismo la monastrell representa el 80%, la garnacha un 12% (y de hecho se elabora el monovarietal El Molar que va ya por las 40.000 botellas) y la syrah el 8% restante.
La gama de vinos se ha ordenado en consonancia con esta nueva filosofía y con la geografía de la finca. La zona de laderas, con suelos marcadamente pedregosos, se destina a los tintos top: la orientada al sur es la viña de Pie Franco, mientras que Las Gravas, mucho más grande con 27 hectáreas, tiene orientación norte. Con la parte más elevada de Las Gravas se elaboró por primera vez en 2015 Nemesio, un tinto homenaje al padre de José María (por desgracia, murió antes de poder probarlo) que saldrá este año al mercado. La idea es que se haga solo en añadas excelentes y la 2017 tiene todas las papeletas para ser la siguiente.
La syrah, que ha quedado reducida al Valtosca, se cultiva enteramente en la zona de transición entre Las Gravas y el valle (el nombre viene de la tosca caliza que caracteriza el suelo), mientras que las uvas de la zona de valle que habitualmente se destinaban al tinto de entrada de gama Casa Castillo Monastrell se han desdoblado desde la cosecha 2015 con la aparición del nuevo Casa Castillo Vino de Finca al que van todos los viñedos de esta zona que superan los 30 años.
Parte de la belleza del paisaje de Casa Castillo reside en su dureza: la combinación de suelos pedregosos que complican notablemente el trabajo en viña y la voluntad de conservar el cultivo de secano. Con menos de 300mm de lluvia anuales, la media de rendimientos se sitúa muy gráficamente en torno a las 2.000 botellas por hectárea. La producción es ridícula para los estándares actuales; la única alternativa viable es elaborar vinos con un importante valor añadido.
Ya en 1996 se seleccionaron las mejores cepas de la parcela de monastrell de pie franco, plantaron una hectárea con ellas y posteriormente realizaron una nueva selección que dio lugar a las cinco hectáreas que constituyen el actual banco de material vegetal de Casa Castillo. Los criterios de selección fueron: cepas de porte erguido que se pudieran cultivar bien en vaso, baja producción, racimos sueltos y granos de calibre relativamente grande para obtener una mayor cantidad de mosto en relación con el hollejo. La concentración no es un objetivo en una región en la que esta característica se consigue de forma natural. Más bien al contrario, se buscan vinos bebibles y fluidos.
“Nuestra idea de los vinos que hacemos va unida al tipo de vinos que nos gusta beber. Siempre hemos tenido claro el viñedo de secano y de bajos rendimientos. De modo que si la uva es concentrada, la vinificación debe ser sencilla e intentar llevar el paisaje a la copa”, sintetiza Vicente.
Esta filosofía incluye el encubado con raspón, muy propio del sur y que puede oscilar entre el 40 y el 60% dependiendo de las condiciones de la cosecha. Otra pata importante desde mediados de los 2000 es la evolución desde maceraciones relativamente largas a baja temperatura a maceraciones cortas (entre 7 y 10 días) a temperaturas más altas para todas las variedades. Lo habitual hoy es prensar antes de acabar la fermentación.
La bodega es tremendamente sencilla y nada tecnológica. Salvo en el monastrell básico que fermenta sin raspón en acero inoxidable, el resto de vinos se trabaja en lagares de piedra revestidos de epoxi de 8.000 a 10.000 litros de capacidad.
“No pisamos la uva -explica José María Vicente-. La elaboración es una especie de maceración semi-carbónica con racimos sumergidos en el mosto. En realidad, no buscamos el aporte de raspón, sino el efecto de la fermentación intracelular del grano entero. De hecho, con la monastrell hay que tener mucho cuidado porque el raspón es bastante tánico”, señala.
Los 2017 que catamos de barrica ofrecían ya altos niveles de expresividad. José María Vicente está muy satisfecho con las últimas tres cosechas, en particular 2017, que se benefició de un índice de lluvias muy superior a la media. “Es un año extraordinario y de madurez plena. Todos los vinos están entre los 15 y 16% vol. y eso que nosotros siempre vendimiamos buscando la sensación de fruta crujiente, pero la materia se sobrepone al alcohol y no hay sensaciones cálidas”, afirma encantado.
“El grado alcohólico alto siempre ha sido característico del ámbito Mediterráneo -continúa-. Nosotros no tenemos graduaciones más elevadas ahora que hace unos años como está ocurriendo, por ejemplo, en zonas continentales”.
Vicente defiende que, al igual que otras variedades mediterráneas, la monastrell es una uva ruda y rústica que necesita tiempo para enseñar su verdadera cara. “Yo no pretendo hacer vinos de guarda, pero queremos dar un valor añadido a estas botellas”. De hecho, la añada de Pie Franco que está bebiendo actualmente en su casa es 2008. Algunos restaurantes apoyan este concepto con pequeñas verticales en sus cartas como es el caso de Quique Dacosta y L’Escaleta en Levante o Rekondo y Mina en el País Vasco.
Para José María Vicente, “Jumilla es una zona dormida en la que se vende más bodega y productor que zona”. Desde su punto de vista, “se ha perdido mucho tiempo en la búsqueda de una tipicidad que no existe y los elaboradores han tardado demasiado en definirse. Antes todos querían ser Casa de la Ermita y ahora todos quieren ser Juan Gil”, observa.
Casa Castillo está en una tesitura diferente: su prioridad es seguir añadiendo valor a sus vinos.
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