La familia Gutiérrez de la Vega nunca ha elegido caminos fáciles. Pese a ser referente en la elaboración de dulces en España, la repercusión de estos vinos es siempre mucho más limitada. Sus originales blancos secos apoyados en la moscatel, un estilo en el que también fueron pioneros, merecen mayor reconocimiento, tanto como la recuperación de la variedad local giró en tintos.
Desde que Felipe Gutiérrez de la Vega y su mujer Pilar se asentaron en Jávea (Alicante)en los años setenta, su compromiso con el entorno ha sido total. El vino, desde luego, es su gran producto, pero también elaboran aceite, vinagre y su propio pan. Su legado está a salvo en manos de sus hijas Violeta, enóloga con experiencia en Burdeos que tiene también proyecto propio en la zona (Curii, junto a su pareja, el sumiller de L’Escaleta, Alberto Redarado), y Clara, más enfocada en el trabajo administrativo. Lo más sorprendente para los tiempos que corren: no hay ningún empleado en bodega; todo el trabajo lo realiza la propia familia. Esto es posible en parte por la ausencia de viñedo propio (se compra a proveedores) con excepción de la media hectárea que el propio Felipe sigue cultivando a sus 76 años.
Apasionado de la música, el arte y la literatura, este productor iconoclasta siempre hace referencia a estos universos en los nombres de sus vinos. Probablemente, la mejor forma de entender la filosofía de la familia es visitar la bodega, situada en un municipio del interior, Parcent, en el valle del Xaló, o asistir a una cata retrospectiva como la celebrada el viernes pasado en el restaurante L’Escaleta de Cocentaina dentro de la segunda edición del evento de vinos mediterráneos La Odisea.
“Esto no es una cata vertical, sino una cata sobre la vejez del vino”, explicó Gutiérrez de la Vega antes de empezar a desgranar una sorprendente selección de añadas antiguas a modo de recorrido por sus hitos e inquietudes vínicas.
La lista incluyó moscateles secos de los años noventa, vinos naranjas, tintos que reivindicaban la singularidad de la variedad giró ya desde los años setenta y su interpretación de los dulces históricos de la zona, diferente a la del fondillón que defiende el Consejo Regulador. Éste fue el detonante de su salida de la DO Alicante en 2010. Durante la cata Felipe Gutiérrez de la Vega se autodefinió como un productor heterodoxo. “No pertenezco a ninguna escuela; hago vino por intuición”, dijo.
Con el título de la “cata al revés”, quiso jugar con la idea de Alicia a través del espejo (“nos refleja al revés de lo que somos”) y con cómo nos vemos y nos ven a medida que transcurre el tiempo.
La sesión arrancó mostrando la diversidad en el trabajo con la moscatel vinificada en seco. Se pudo comparar un blanco joven con casi 25 años de botella, otro fermentado en barrica, y una mezcla de varias añadas sometida a encabezamiento posterior. La bodega, de hecho, ha explorado casi todos los caminos posibles con esta variedad (inox, madera, pieles, flor…).
El estilo fresco y ágil que representa el Casta Diva Cosecha Dorada (el nombre es un homenaje al aria de la ópera Norma), arranca en 1987 aprovechando el perfil de buena acidez de las uvas de moscatel cultivadas más cerca del mar. La cosecha 1995 que probamos mantenía el carácter de hierbas aromáticas (lavanda) en nariz y en boca, aunque el paladar quedara lógicamente adelgazado por el paso del tiempo.
No hubo el más mínimo atisbo de cansancio, sin embargo, en el Casta Diva Monte Diva 2011 fermentado en barrica que rompió tópicos sobre el uso de la madera en variedades aromáticas y ofreció todo lo que le faltaba al anterior: complejidad y profundidad en nariz (especiado, hierbas mediterráneas), estructura, sabrosidad, y excelente acidez haciendo de hilo conductor. Por si alguno busca esta marca en la actualidad, el estilo ha cambiado a una elaboración con pieles que refleja la parte más exuberante del Mediterráneo en clave de hierbas aromáticas.
El tercer vino, que presentaron como Tío Raimundo Edición Especial, era una mezcla de moscateles secos de las cosechas 96, 97 y 99; se habían descorchado las botellas para hacer un blend que se mantuvo en madera cuatro años con idea de que generara velo, pero que, al no conseguirlo, se encabezó al 17% de alcohol. En la copa, una leve nota oxidativa acompañada de toques de flor de naranja, especias (vainilla), fruta escarchada y recuerdos de roscón. El paladar, seco y sápido, terminaba con notas cremosas y reconfortantes. Este vino tan increíble como inclasificable, sería perfecto para despistar catado a ciegas con vinos generosos de graduación similar. Aunque muy recomendable también, el actual Tío Raimundo que se encuentra en el mercado es un original moscatel trabajado bajo velo de flor durante año y medio y con 15% vol, que merece la pena probar. Es también el único vino que no lleva un nombre artístico, ya que es un homenaje al tío de la mujer de Felipe.
La vocación de Felipe Gutiérrez de la Vega por los moscateles dulces debe entenderse como una cruzada contra las mistelas (un mosto al que se añade alcohol y, por tanto, sin fermentación), a las que considera un producto industrial y con escaso interés. Su aportación a la zona fueron las fermentaciones parciales que paraba con alcohol, lo que técnicamente se considera un vino dulce natural. “Cuando la moscatel empieza a fermentar, es muy difícil de parar”, reconoció en la cata.
En 1981 elaboró así su primer dulce al que llamó Viña Miel y que muy pronto acabaría convirtiéndose en el famoso Casta Diva Cosecha Miel que se sirvió en la boda de los reyes de España en 2004. La base son uvas de moscatel sobremaduradas de suelos blancos y frescos.
La evolución de los Cosecha Miel en botella es excelente: desarrollan más complejidad aromática si cabe y suavizan su textura para hacerla sedosa y aterciopelada. La cosecha 1994 tenía más notas melosas, especiadas (canela) de fruta escarchada, mientras que la 2002 iba más en la línea de fruta de hueso y notas tostadas. El contenido de azúcar en estos vinos suele estar en el entorno de los 160 gramos.
Un paso más allá, el Casta Diva Cosecha Real es el resultado de una solera iniciada en la cosecha 2002 con tres barricas que se guardaron del vino servido a la casa real y de la que solo se han hecho seis sacas hasta la fecha. Este vino es un trago dulce, delicioso y concentrado con recuerdos de almendra, gran complejidad y persistencia.
La tercera y muy diferente versión es Casta Diva La Diva 2003, un moscatel de vendimia tardía que se sirve de uvas con cierto grado de pasificación y preferiblemente cultivadas en suelos rojos de arcillas. Aquí se trabaja con racimos enteros (pieles y raspón incluidos), una técnica que la familia practica desde finales de los noventa. Pese a la mayor madurez de la uva, el vino tiene gran frescura (en nariz es una gran explosión aromática de hierbas combinada con notas de hidrocarburo de su evolución en botella) y menor sensación de dulzor. Hay un claro hilo conductor a nivel aromático entre este vino y el Monte Diva seco que también se elabora con pieles desde la cosecha 2014.
Los vinos tintos de la casa han sufrido ciertas modificaciones a lo largo del tiempo, a menudo por la pérdida o el cambio de proveedores. Felipe reconoce que, debido al alto coste de guardar botellas, siempre salían al mercado algo duros y de ahí que pasaran más desapercibidos frente a los blancos y dulces.
Hoy, el 60% de la producción (incluidos dulces) son blancos y un 40% tintos.
Aunque la bodega también ha trabajado y trabaja con monastrell, la gran apuesta actual es la giró, en cuya elaboración interviene mucho más directamente Violeta, quien se está orientando hacia un estilo menos estructurado. La variedad giró, identificada con un ADN diferente al de la garnacha con la que a menudo se confunde (y, de hecho, ambas conviven en muchas plantaciones en la zona), “tiene unas hendiduras en la hoja que no aparecen en la garnacha y es una uva de maduración rápida que coge grado muy rápido”, señaló Felipe. En la comarca de la Marina se cultiva desde el nivel del mar hasta los 600 metros de altitud en la sierra de Bernia.
La cata permitió comparar ambas variedades. Del lado de la monastrell, el Príncipe de Salinas 2010 (esta vez un guiño al protagonista de la novela El gatopardo) el estilo estaba marcado por toques cárnicos, notas de cuero y fruta negra profunda que recordaba al de los monastrelles franceses de Bandol. Lo taninos, muy pulidos, conferían una textura muy agradable en boca. Las uvas procedían de un viñedo viejo de pie franco en la Sierra de Salinas, una de las zonas favoritas de Gutiérrez de la Vega para esta variedad, que se acabó arrancado.
La evolución de la giró, en cambio, es mucho más borgoñona/riojana. El perfil de Rojo y Negro 1987 (en tributo a Stendhal) era más sutil y aéreo, sedoso y poco estructurado, con abundantes notas avainilladas. Las uvas procedían, recordó Felipe, de suelos de arcilla roja con piedra del vallé del Xaló. En la etiqueta aparecía destacada la leyenda “Reserva de Bodegas Gutiérrez de la Vega” (el vino fermentó en cemento y se crió dos años en madera). Una giró más reciente, el Imagine 2011 (en alusión a la canción de John Lennon), pero elaborada a partir de margas calizas en zona montaña ofrecía notas de cuero y regaliz dentro de una estilo más fresca sin perder la elegancia y la textura.
“En 1969, yo era teniente y estaba enrolado en el buque Juan de la Cosa que hacía la ruta del Cabo de Gata al de Huertas, cerca de Alicante. Allí recaló un interventor de la armada de origen irlandés apellidado O’Connor. Su familia tenía una villa en Alicante donde hacían un vino famoso”. Así recuerda Felipe Gutiérrez de la Vega su primer contacto con aquel “vino dulce, denso, negro, pero fresco y sin demasiado grado alcohólico al que llamaban Alicante o Gran Alicante”.
Desde entonces ha intentado replicar ese estilo, aunque siempre encuentra que el resultado no tiene la densidad buscada. Cree que las soleras viejísimas que tenían casas como los O’Connor o los Maisonave, algunas de las cuales acabaron en Jerez, podrían ser la clave. En este artículo que escribió para el blog de Vila Viniteca argumenta con documentación histórica la diferencia entre el Alicante histórico que él intenta recuperar y los fondillones elaborados en los pueblos del interior de la provincia, que es el estilo reconocido actualmente por la DO.
Los tintos dulces de Gutiérrez de la Vega son igualmente vinos de monastrell sin encabezar, pero con más color, densidad y contenido en azúcar que los fondillones oficiales, y grado alcohólico algo más bajo. Intenta coger la uva lo más pasificada posible y a menudo continúa la deshidratación con una pasificación a cubierto. Su quebradero de cabeza es siempre buscar un equilibrio entre alcohol, azúcar y acidez para que el vino “no sean tan alcohólico como un oporto, tan amargo como un valpolicella ni tan dulce como un monastrell”. Busca ante todo, más la sensación de vino que de licor.
Bajo la marca Recóndita Armonía elabora básicamente dos estilos de vinos dulces: uno de añada a la manera de un LBV (late bottled vintage) y otro de solera. El primero envejece en barrica bordelesa en una cava de seis metros de altura excavada en la roca a temperatura constante de 14-15ºC. La solera la inició cuando nacieron sus hijos, el primero, Felipe, en 1978, que desarrolla su actividad profesional fuera de la bodega, luego Violeta y Clara. A los barriles, marcados con sus nombres y fechas de nacimiento, se han sumado ahora dos nietas (ver foto superior). La solera, sin embargo, está situada en superficie, por lo que experimenta variaciones de temperatura de entre 10 y 25ºC que dan lugar a un estilo más oxidativo.
En la cata comparamos un dulce de la añada 1991 con diez años de crianza en barrica con una muestra de la solera iniciada en 1978. El primero tenía el carácter mediterráneo de la monastrell (salazón, aceituna negra, ciruela pasa) y una boca aterciopelada con buen equilibrio con la acidez. El segundo era un dechado de complejidad (nuez moscada, caramelo, frutos secos), concentración y finura y paladar. Gutiérrez de la Vega reconoció que el vino que persigue desde hace tiempo estaría a medio camino entre ambos: “la expresión del 91 con la densidad del 78”.
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