Nadie diría que Arnulio Torres, el hombre delgado y fibroso que se mueve con destreza por la pendiente resbaladiza de ceniza volcánica, tiene 89 años. La viticultura le mantiene en forma, le da ilusión y también unos cuantos quebraderos de cabeza.
Nos enseña cómo conduce las cepas creando una composición circular en torno al tronco. Es el único que lo hace así. De hecho, el paraje de Llanos Negros es un mosaico de pequeñas parcelas repartidas entre numerosos propietarios con casi tantas recetas como viticultores: desde portes rastreros que dejan las uvas casi a ras de suelo a propuestas más modernas que ensayan con una suerte de parral bajo. Esta última es la apuesta de Pedro, uno de los más jóvenes y activos del grupo, que rara vez falta a su cita diaria con la viña tras concluir su jornada laboral. Encarna un modelo más profesionalizado de viticultura; ¿quizás también un acicate para alentar el relevo generacional?
Situado en la suroeste de la isla, entre los 200 y 400 metros de altitud y dentro del barrio de Los Quemados, el paraje de Llanos Negros concentra el cultivo de malvasía en La Palma y está considerado como un auténtico grand cru para la variedad. Es la joya del municipio de Fuencaliente y el resultado de la erupción del volcán San Antonio en 1677: una ladera negra conformada por las coladas volcánicas (o malpaís) en la que, como ocurre en otras zonas de Canarias, para plantar hay que excavar en la ceniza hasta llegar a suelo fértil. Valen tanto varas nuevas como la técnica del margullón: un brazo que se entierra en el suelo para que brote una nueva vid y que, al cabo de dos o tres años, cuando el retoño ya está establecido, “se desteta” o desvincula de la madre. Este último paso, tan natural en el archipiélago al estar libre de filoxera, no sería posible en la Península, donde la conexión maternofilial se ha de mantener de por vida.
Confinadas entre el azul del mar y del cielo, y recortadas sobre la ceniza, las viñas de Llanos Negros dibujan un paisaje un tanto anárquico, pero mágico y también frágil a juzgar por el número creciente de bancales y parcelas abandonadas. Las producciones son bajas, la presión de la fauna aumenta (se ven ya parcelas valladas) y a todo ello se suma la pertinaz sequía de los últimos años. “Sin agua, las plantas se mueren”, dice Arnulio, quien, al menos, tiene capacidad para hacer un riego de invierno. Antes cultivaba también listán blanco, pero el precio más bajo de esta uva no compensa los desvelos, nos cuenta.
La listán se paga alrededor de 1,5 € el kilo frente a los 3,50 € de la malvasía destinada a elaborar en seco (es la uva mejor valorada) y hasta 6-7 € por los racimos sobremadurados en planta para dulce. Son las cifras que maneja Carlos Lozano, director técnico de la cooperativa Llanovid con más de 30 vendimias a sus espaldas. Aunque deben ser algunos de los precios más altos de España, parece evidente que la precariedad del cultivo y las condiciones extremas determinarán de manera importante el futuro de la viticultura en este bello rincón de la isla.
La visita a los Llanos Negros fue el preludio de las I Jornadas de la Malvasía de Fuencaliente, un foro organizado por el ayuntamiento del municipio para profundizar en esta variedad que considera una de sus grandes señas de identidad.
Las jornadas incluyeron sendas ponencias de María Francesca Fort (en la foto inferior), profesora de la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona y coordinadora del Área de Biología de la Vid del grupo de Investigación en Tecnología Enológica, que ha estado muy centrada en el estudio de variedades insulares desde 2012, y del Master of Wine Pedro Ballesteros. Echamos en falta la parte histórica sobre el viaje de las malvasías del Mediterráneo al Atlántico a cargo del experto y divulgador Juancho Asenjo, quien no pudo asistir por motivos de salud, pero ha compartido alguna de sus conclusiones para este artículo. A mí me tocó moderar una cata muy reveladora con versiones secas y dulces y añadas antiguas que mostraron la evolución de la variedad en botella.
También se presentó el libro de Miguel Hernández Cabrera y Aythami González Díaz La tierra del malvasía: etnografía de la viña y el vino en Fuencaliente de La Palma, que recoge abundante información histórica, detalles sobre el cultivo, la elaboración y hasta refranes y dichos populares.
Lo que quedó claro a lo largo de la jornada es el gran poder evocador de la variedad, “una palabra mágica en el imaginario del que bebe”, según Pedro Ballesteros, que explica la gran cantidad de castas que reciben este nombre y que nada tienen que ver con la familia de las malvasías.
Solo en el Vitis International Varietal Catalogue (VIVC), la base de datos de referencia de variedades de uva, María Francesca Fort contabilizó 220 entradas con este nombre. De ellas, una gran parte son sinonimias o falsas malvasías (en España tenemos la malvasía castellana que es como se nombra en Toro la cayetana blanca, pardina o dona blanca; la malvasía riojana, que es alarije; y la malvasía púrpura canaria, que es grec rouge), lo que deja un cómputo final de 62 variedades únicas catalogadas como tal que componen la familia de las malvasías.
Como se encarga de recordar Juancho Asenjo, el término malvasía se utilizaba históricamente para definir “una tipología de vino dulce, aromático y alcohólico que triunfaba en la Edad Media y que ha dado su nombre a muchas variedades”. La primera mención del vino de Monovasia o Monemvasias aparece en 1214 en Éfeso, dentro de una crónica de Nicolaos Massarités sobre hechos políticos y religiosos, y en 1278 ya consta su importación por parte de los venecianos. De ahí que se apunte habitualmente al origen de la variedad en Monemvasia, en el Peloponeso. Otra teoría señala hacia Creta, aunque también podría haber sido llevada hasta aquí por los venecianos para extender el cultivo y favorecer el muy rentable comercio de su vino.
Aunque ya no quede rastro de ella en los viñedos griegos, la expansión de la variedad es claramente marítima desde Mediterráneo oriental al occidental como prueba su presencia en Croacia, Calabria, Lípari (Islas Eólicas), Cerdeña, Cataluña o las Baleares. La reconstrucción de María Francesca Fort a partir del origen genético corrobora el viaje. De las cuatro poblaciones de malvasía que identifica (ver gráfico inferior), la más antigua se sitúa geográficamente entre los Balcanes y el sur de Italia, donde aparece la malvasía dubrovacka, el nombre principal según el catálogo internacional de variedades de la malvasía aromática cultivada en España que engloba la de Sitges en Cataluña, Banyalbufar en Mallorca y la que nos ocupa de La Palma y otras islas canarias.
La referencia más antigua de malvasía en España según Asenjo es de 1318 en el puerto de Alcira, en la actual Valencia, cuando formaba parte del Reino de Aragón. En Madeira, la variedad se introduce en la primera mitad del siglo XV y de ahí debió pasar a Canarias o cabe pensar también en una doble entrada por el eje Barcelona-Mallorca-Sevilla-Cádiz hacia el Caribe, la ruta de los barcos esclavistas que hacían parada en Canarias.
El elemento distintivo del archipiélago, recalca Fort, es su condición de centro de creación de nuevas variedades con la generación de dos castas dentro de la familia de las malvasías: la volcánica de Lanzarote, fruto del cruce de malvasía aromática con marmajuelo; y la malvasía rosada, como resultado de una mutación de color.
El primer vino importante de Canarias fue la malvasía y La Palma jugó un papel clave en su difusión. Tras la conquista de la isla en 1493, se cree que las primeras cepas debieron de plantarse hacía 1505. La influencia portuguesa fue fuerte en los inicios, tanto en lo que respecta a prácticas vitícolas como a la conformación del marco varietal. La principal zona de producción en esos primeros años era Las Breñas, cercana al floreciente puerto de Santa Cruz, que, tras Amberes y Sevilla, recibió el privilegio del comercio con América.
Como relata Santo Bains en The Epic Wines of the Canary Islands, las plantaciones se extendieron tan rápidamente tras la colonización, que la isla se vio muy pronto en situación de exportar “cantidades significativas de vinos dulces de malvasía de alta calidad a la aristocracia europea vía Flandes y Londres”.
La Palma tuvo una posición comercial dominante hasta que una concesión de 1657 obligó a todos los barcos con destino a América a registrarse en Tenerife. Siguió perdiendo terreno con la liberalización del comercio con el Nuevo Mundo en 1778 y la llegada de las plagas americanas, el mildiu y el oídio (que no la filoxera), en el XIX.
Antes de eso, en 1677, la erupción del volcán de San Antonio, “sepultó el barrio de Los Quemados y enterró muchas fanegas de cultivo”, relatan Hernández Cabrera y González Díaz en el libro La tierra del malvasía. Pero también dio forma a un terruño que, protegido desde entonces por la ceniza volcánica y por un excelente drenaje, ofrecía las condiciones perfectas para preservar la humedad en una de las zonas más cálidas de la isla. Aquí se producirían a partir de entonces los mejores vinos de Fuencaliente y Llanos Negros se iría perfilando como “el lugar de la malvasía”.
Frente a los vinos de mezcla o vidueños, la nobleza de la malvasía ha llevado a elaborarla históricamente por separado y, gracias a su excelente potencial alcohólico, como vino dulce. Estamos hablando, por supuesto, de vinos naturalmente dulces que se bastan con los ingredientes de la uva para conseguir un equilibrio natural entre alcohol, azúcar y acidez.
Hoy, probablemente, interesan más las versiones secas que pueden dar una versión más pura y directa, con atractivos matices ligados al suelo y a la influencia del mar. Pero su mera existencia también debería ayudar a elevar el posicionamiento de mercado de los dulces como auténticas joyas que no se pueden producir todos los años y que requieren una dedicación muy especial en viña (la sobremaduración en planta es un proceso muy delicado) y en bodega.
La cata que realizamos con vinos de tres bodegas de Fuencaliente -Carballo, Llanovid y Victoria Torres Pecis-, demostró que, más allá de sus inherentes virtudes aromáticas, la variedad alcanza una gran plenitud en el paraje de Llanos Negros. Con esa riqueza alcohólica, pero también con todos los recursos para construir bocas opulentas y equilibradas, tanto en versión seca como dulce. La propia piel de la variedad es muy gustosa (tuvimos la oportunidad de probarla en viña), por lo que las maceraciones a menudo suelen estar presentes en la elaboración.
En la batería de vinos secos (foto superior), fue muy interesante poder comparar dos añadas de Victoria Torres Pecis (hemos escrito en detalle sobre su proyecto vital y sus vinos en SWL): un 2017 opulento, expresivo y de nariz cautivadora (fruta de hueso, hierbas aromáticas, floral, miel) que ella considera un vino de transición, y un 2019 más acorde con su visión de la viña y la variedad, marcado por una vendimia más temprana, una fina reducción (tostados, pipa de girasol) y un paladar más vertical, elegantemente delineado y persistente. Si el 2017 es irresistible ahora mismo, el 2019 es un vino para seguir muy de cerca y esperar a que explosione en la botella.
La aportación de Llanovid permitió comparar La Batista 2018, una malvasía seca con 12 horas de maceración con las pieles y ocho meses de barrica, con una experiencia de vino naranja realizado en la cosecha 2020 y comercializado bajo la gama de vinos experimentales Singularis, y una dignísima botella de Teneguía seco de 2010 que estuvo un año con sus lías en acero inoxidable. Es difícil no quedarse con la opulencia y la salinidad arrolladora de La Batista que regala un final de boca con raza y nervio, y muestra la buena evolución en botella de la variedad. La experiencia con pieles, interesante en su vertiente aromática, quizás peca de un exceso de alcohol, pero sin duda se perfila como un interesante camino de trabajo. Respecto a la evolución de un 2010 pensado casi como vino joven, la acidez sustentaba bien un vino en el que se habían ido desarrollando abundantes sensaciones tostadas.
Carballo, que solo trabaja la malvasía en versión dulce y elabora tradicionalmente en lagar de tea y con maceración de hollejos durante una noche, contó con dos vinos en la siguiente batería. Un 2020 con dos años de crianza en acero inoxidable, con un perfil más frutal y directo de la variedad, con entidad en boca, pero más liviano que la misma añada de un Llanos Negros de Llanovid que se ofrecía más concentración; y un 2013 Edición Limitada con dos años de crianza en barrica, equilibrado y muy persistente. Fue un lujo poder compararlo con un 2013 de Victoria Torres, un vino elaborado por su padre también a la manera tradicional, con un toque más licoroso y profundo, con algo más de grado pero similar cantidad de azúcar residual (70 gramos por litro).
Frente a otros vinos españoles de zonas cálidas, la elevada acidez de la variedad aporta longitud y elegancia en el paladar, sin que los vinos resulten pastosos o pesados en absoluto. Sin empañar la concentración natural que aporta la sobremaduración, es una sensación fluida que se vio muy bien, por ejemplo, en el 2017 de Victoria Torres Pecis pese a ser una añada cálida. Otro aspecto a favor es el dulzor moderado dentro de la categoría, ya que el contenido en azúcares iba de los 70 gramos por litro a los poco más de 100 gr/l en un par de las muestras presentadas.
La guinda fue poder probar dos 2000 de Llanovid. Un Teneguía 2000 que estuvo apenas un año en acero inoxidable y que más de 20 años después mantenía un equilibrio y una elegancia insospechadas, y un Reserva 2000 elaborado con un 12% de uvas con botritis y 12 meses en barrica que mostró un perfil muy diferente al resto: brioso, potente, con la madera aún presente, más carácter dulce en el paladar (tenía 115 gr/l), pero con pocos signos de evolución en botella.
Si la capacidad de envejecimiento de los vinos resultó evidente, el mayor problema viene de las minúsculas producciones que no llegan ni de lejos a cubrir la demanda. Por eso, aunque puedan ocupar un lugar privilegiado en manos de los sumilleres (son vinos perfectos para sorprender o presentar en maridajes sofisticados), será difícil darlos a conocer al grueso de los aficioanados. Con la rentabilidad asegurada (en Llanovid, la malvasía es el 3% de la producción, pero aporta el 25% de la facturación), cuesta entender que no haya una apuesta vitícola más decidida en el paraje de Llanos Negros para, como dijo Pedro Ballesteros en su ponencia, “repensar el territorio sobre la base del conocimiento y la formación”.
Mientras tanto, la malvasía aromática está experimentando un lento pero decidido renacimiento en España de mano de viticultores que valoran la calidad y no se echan atrás ante una casta que demanda bastante atención (exige, por ejemplo, podas bastante largas) y que es particularmente sensible al oídio. La recuperación ha sido notable en el Penedès, a partir de una viña residual que se mantuvo en Sitges y que es una de las historias más bellas del vino español, pero también avanza en otros lugares. Las últimas cifras del Ministerio de Agricultura, actualizadas a 31 de julio de 2021, dan una superficie de 63 hectáreas en Canarias, 75 hectáreas en Baleares, 115 en Cataluña, y ¡148 en Castilla-La Mancha!
Esto quiere decir que va a haber muchos nuevos vinos de malvasía en el mercado en los próximos años. También que los que salen de Llanos Negros tienen una oportunidad única de coronar esa pirámide. Pero para eso será necesario afrontar problemas como la falta de relevo generacional, o la puesta en práctica de un cultivo sostenible y racional que pueda recuperar la extensión de cultivo que le corresponde por historia y potencial cualitativo. Sería una pena que el futuro nos privara de vinos de tanta personalidad.
Para los más curiosos, otros productores que elaboran vinos con malvasía cultivada en el paraje de Llanos Negros son: