“Juli le dio rock & roll a la gastronomía. Liberó al restaurante de aquella pompa tan rigurosa (…) Fue el gran dinamizador de lo que es alta gastronomía en un estilo un poco más dinámico. Y más divertido, en definitiva”. Este testimonio del restaurador Ramón Parellada es uno de los muchos que, a largo de más de 400 páginas, intentan profundizar en la figura de un personaje que siempre se mantuvo en un discreto segundo plano frente a la cocina de Ferran Adrià, pero sin el que es imposible entender el ascenso y las claves que encumbraron a El Bulli.
Óscar Caballero, periodista versátil y con un interés especial en la gastronomía que siguió muy de cerca la trayectoria del mejor restaurante del mundo, ya había publicado en 2014, primero en francés y luego en castellano, la obra Texto y pretexto a texturas: El Bulli, Soler y Adrià en su contexto. Con su afición a los juegos de palabras y el estilo ágil y dinámico que le caracteriza, firma ahora un libro algo anárquico y definitivamente poco convencional, tanto como el personaje al que intenta atrapar.
Editado por Planeta Gastro, Juli Soler que estás en la sala es un collage de entrevistas, relatos y notas entre las que el narrador intercala sus propias experiencias. Hay saltos en el tiempo y repeticiones buscadas (las mismas o similares anécdotas contadas por personas diferentes en distintos momentos) en un intento permanente de diseccionar a quien, como escribe el propio Caballero, “todo el mundo creía conocerlo, y poca gente realmente le conoció”. De ahí su propuesta de “un Juli Soler, solar y múltiple”.
Aunque la lectura será bien diferente para quien trató con su protagonista, entre sus páginas va emergiendo paulatinamente un personaje polifacético y de personalidad compleja. Está la parte aventurera del Soler loco por la música, DJ ocasional, adelantado importador de discos desde Londres, promotor de conciertos y discotecas emblemáticas, seguidor y amigo de los Rolling Stones, conductor infatigable capaz de convertir sobre la marcha un trayecto de pocos kilómetros en un viaje improvisado a París…
También la del Soler gestor que transformó y acabó comprando junto con Adrià el restaurante de Hans y Marketta Schilling que bebía de las fuentes de la nouvelle cuisine para convertirlo en un centro de experimentación y creatividad que revolucionó la gastronomía mundial. Además de las tres estrellas Michelin, El Bulli lideró durante cinco años consecutivos la lista de The World’s 50 Best Restaurants para ser nombrado finalmente “mejor restaurante de la década”.
Caballero muestra las tripas del proceso: los años complicados con más ilusión que recursos, las dificultades económicas, el reto de atraer clientes fuera de la época estival. También el gran crecimiento de Ferran Adrià desde que entrara a formar parte del equipo de cocina, las jornadas interminables, la camaradería, la manera en la que la que la cocina y la sala llegaron a estar perfectamente conectadas y en armonía… Todo ello sin olvidar el origen poco ortodoxo de los profesionales que ayudaron a aupar a El Bulli, muchos de ellos reclutados por el propio Soler en los locales nocturnos de Girona o en sus propios círculos musicales. Así ocurrió con Lluís García, que acabó siendo su mano derecha en el restaurante y continúa hoy como director general de El Bulli Foundation.
Hubo además un Juli Soler editor y con visión de futuro que quiso dejar constancia de todo lo que se había fraguado en las cocinas de El Bulli a través del Catálogo General, una colección de libros que recoge los platos del restaurante desde 1983.
Su parte era la gestión, la sala, el vino y, por supuesto, dejar hacer a la cocina. Ramón Parellada le ve como un manager, “como si fuera el de los Rolling Stones”; otros casi como un entrenador de fútbol. En la sala creó un estilo totalmente nuevo, informal, pero sin perder la elegancia y manteniendo siempre el respeto al cliente. Una de las anécdotas más repetidas en el libro es la broma que gastaba a los clientes diciéndoles que no había ninguna reserva a su nombre y que se debían de haber equivocado de día. Es a lo que Josep Roca, del Celler de Can Roca, se refiere en el prólogo como “atreverse a romper moldes en el acercamiento emocional”. Desde su punto de vista, Juli es el “precursor del instinto en el servicio de sala por encima de la razón”.
Detrás de esa atmósfera única y espontánea que lo diferenciaba de cualquier otro tres estrellas del momento, Soler había tejido, como apunta el fundador del Grupo Gourmets, Francisco López Canís, un engranaje invisible que incluía la implantación de un sistema de reservas adaptado a la capacidad del restaurante y un histórico de las comidas realizadas por todos sus clientes. No hay duda de que, a ojos de los comensales, la cocina era la gran protagonista, pero la propia naturaleza de los platos de Adrià exigía tanta precisión en el servicio, que la coordinación entre cocina y sala alcanzó una nueva dimensión en El Bulli. También los detalles. Cosas que hoy parecen habituales como llevarse impresa la relación de platos y vinos disfrutados nacieron en aquel rincón perdido de Cala Montjoi.
Fue como una gran confluencia de factores con un efecto multiplicador: las poderosas personalidades de Juli Soler y Ferran Adrià, un equipo tan cohesionado y volcado en el proyecto que funcionaba como una familia, la libertad creativa que lo impregnaba todo…
Los pilares líquidos del restaurante estaban hechos de jerez, champagne, referencias favoritas de Juli de Borgoña y un escaparate relativamente importante de vinos españoles.
El Bulli fue uno de los primeros lugares de la alta restauración en ofrecer vinos de Jerez (fundamentalmente manzanillas y finos) en el aperitivo. Ferran Centelles recuerda en el libro que cuando entró a formar parte del equipo de sumilleres en 1999 la mitad de los clientes tomaban ya fino con total naturalidad.
Gosset era el champagne de El Bulli. Béatrice Cointreau, directora de la bodega durante tres décadas e interlocutora habitual, recalca cómo Juli prefería siempre el acercamiento humano incluso en las relaciones comerciales. Lo describe como un excelente catador que se interesaba tanto por el origen de los vinos como por el productor.
Las etiquetas españolas ocupaban también su lugar. “Nos ayudó a tener confianza en nuestros productos. A recobrar el orgullo y abrirnos al mundo”, señala Agustí Torelló i Sibil, elaborador de cavas y vinos tranquilos de larga trayectoria en Penedès. Lo cierto es que los productores de vino adoraban a Juli Soler. Según Luis Cuesta, del hotel Mas Pau, “el vino era para él un vínculo de relación”.
Soler se encargaba directamente de los vinos españoles, el champagne y los burdeos (tenía una relación estrechísima con Château Latour). Además, compraba religiosamente en la subasta de los Hospices de Beaune en Borgoña una barrica de Corton Vergennes Grand Cru Cuvée Paul Chanson que, junto con otras referencias, envejecía en la bodega de su amigo Mounir Saouma, de Lucien Le Moine.
Para todo lo demás confiaba en George-Albert Aoust, consultor radicado en Borgoña, muy bien relacionado con productores de prestigio cuya misión, según sus propias palabras, era crear “una carta muy ecléctica, con valores seguros (eso es lo que yo llamo el Antiguo Testamento), pero también con nuevas pepitas del viñedo (el Nuevo Testamento)”. La selección no era fácil. Según Aoust, “la cocina de Ferran Adrià, a menudo surreal, es de difícil acuerdo [armonía], sobre todo frente a las asociaciones tierra/mar, especias, flores, aromas, horizontes que se mezclan y se entrechocan”, escribe en su particular aportación a la obra.
Para Frédéric Engerer, de Château Latour, más allá del maridaje, el gran desafío en un menú que podía incluir entre 25 y 30 platos era encontrar los vinos que facilitaran la sucesión de bocados. “Juli y su equipo, tenían el don de volver la experiencia muy fluida, muy sencilla”, explica.
Porque El Bulli fue también una excelente escuela de sumilleres. De su comedor han salido nombres como Agustí Perís (hoy en Abadía Retuerta Le Domaine); Lucas Payà, el que fuera responsable de vinos de los restaurantes de José Andrés en Estados Unidos donde reside dedicado a temas formación y consultoría; David Seijas, que lleva unos años haciendo sus pinitos como productor; y Ferran “Fredy” Centelles, responsable de la sección de vino de esa obra ambiciosa y colosal que es la Bullipedia y corresponsal en España de Jancis Robinson. Todos ellos recuerdan los viajes con Juli a grandes regiones vinícolas europeas durante los meses que cerraba el restaurante como auténticas masterclasses llenas de experiencias enriquecedoras.
Tuve la suerte de tratar a Juli durante la época en la que trabajé en Todovino, uno de los primeros clubes de vinos españoles que apostó por internet y por apoyar la venta con contenidos (había una guía de vinos que dirigía José Luis Casado, que tenía mucha relación con Juli, y una revista online que era competencia mía). El fundador, Gonzalo Verdera, convirtió en tradición realizar catas periódicas con el equipo de sumilleres de El Bulli con Juli a la cabeza y se aprovechaba el viaje para disfrutar de sus excelencias culinarias, lo que me dio la oportunidad de cenar allí en dos ocasiones en la segunda mitad de los 2000. Después del anuncio del cierre en 2010 aún realizamos una cata de los vinos que Soler adquiría en la subasta del Hospices de Beaune en El Bulli Taller en Barcelona.
Lo que más me impactó de El Bulli es que era muy diferente de cualquier otro restaurante con estrellas Michelin porque, de alguna manera, trascendía el propio hecho de comer para convertirse en una experiencia sensorial. La cantidad de sensaciones que podía generar un único bocado, el juego de temperaturas y texturas, las explosiones en el paladar, las evocaciones… resultaban tan fascinantes y tocaban tantos resortes del paladar que se podía llevar con enorme lógica el lenguaje de cata (retronasal, final de boca, texturas…) a los platos de Adrià.
La selección de vinos era magnífica (la subasta que realizó Sotheby’s de la bodega del restaurante fue un gran éxito), aunque los estilos más versátiles con la cocina de Adrià eran jereces, espumosos y blancos. Después del Gosset de rigor, allí probé mi primer Sílex de Didier Dagueneau y muchas de las selecciones de Juli de los Hospices de Beaune. En 2006 escribí sobre su pionera carta digital que permitía elegir los vinos con antelación, aunque Lucas Payà confiesa en el libro que nunca llegó a funcionar porque una gran mayoría de clientes preferían ponerse en manos de los sumilleres. En ese momento había más de 1.500 referencias que arrancaban en los 30 euros (había 60 vinos a ese precio) y podían llegar a superar los 1.000 euros (tenían 24 en este grupo).
En 2008, Juli nos propuso un viaje a Borgoña. Él nos recogería en el aeropuerto de Girona y viajaríamos en su vehículo (la Chrysler que se menciona constantemente en el libro, donde invariablemente ponía música de los Rolling Stones a todo trapo). Éramos José Luis Casado, Gonzalo Verdera y yo. El avión aterrizó sobre la una de la tarde, así que nos propuso picar algo rápido en la “tabernilla” de un amigo antes de salir de viaje. ¡Y nos llevó al Celler de Can Roca, que acababa de inaugurar sus nuevas instalaciones! Fue un shock. Josep ‘Pitu’ Roca nos recibió y nos lo enseñó todo. Recuerdo sentarme a la mesa y al momento sirvieron un grandísimo champagne de añada; y después vinos de productores icónicos del Mosela y Borgoña junto a platos clásicos como la gamba roja y alguno que hacían guiños al vino como los mejillones al riesling. Imposible olvidar ese día y la generosidad de Juli y Pitu.
En Borgoña nos esperaba Mounir Saouma para darnos una masterclass sobre el terreno. Entre sus claves, recuerdo la importancia que daba al agua como generadora de movimientos de tierra (“uno de los elementos determinantes y olvidados cuando se habla de terroir”, dijo). Para un amante del vino, recorrer la geografía de los grands crus de Borgoña se puede comparar a la primera visita una ciudad cargada de arte como Florencia, cuando por fin se puede contemplar en vivo todo lo que durante años estaba solo en las páginas de los libros. Como el viaje fue en febrero, el cielo estuvo bastante nublado todos los días, pero justo cuando llegamos a Montrachet salió el sol.
De la mano de Juli, catamos muchos crus y municipios en la bodega de Mounir, visitamos los Hospices de Beaune, comimos y bebimos grandes vinos en casa de George-Albert Aoust, que fue también especialmente generoso, y cenamos en Caves Madelaine, un clásico de Beaune para los wine lovers. También hubo alguna nota triste, como la noche en que Juli pareció incomodarse súbitamente y desapareció sin dar explicaciones, quizás un primer destello de esa enfermedad neuronal que le fue diagnosticada algunos años más tarde y que le hizo retirarse definitivamente en 2012.
Algunas fotos del viaje que he recuperado gracias a mi antiguo compañero de Todovino José Luis Casado: José Luis junto a Juli y un Échézeaux de la Romanée-Conti; comiendo junto a Mounir; y yo (con un peinado un poco extraño) con Juli en casa de Aoust.
La colección de relatos que ha recopilado ahora Óscar Caballero (en la foto inferior) descubre a la persona detrás del profesional; a ese Juli Soler genial y complejo sin el que El Bulli no habría sido posible.
Juli Soler que estás en la sala
Óscar Caballero
Planeta Gastro
479 páginas
19,95 €