Tercera generación de viticultores en San Vicente de la Sonsierra, José Gil tenía todas las papeletas para dedicarse al mundo del vino. Cuando terminó de estudiar Enología en Logroño en 2010, comenzó a trabajar en Olmaza, la bodega familiar, pero en lugar de acomodarse y continuar el camino trazado, decidió mirar al futuro echando la vista atrás.
El abuelo Ángel siempre fue una fuente de inspiración en el manejo de la viña y en su forma de sentir el vino, pero José quería hacer algo más que buenos vinos de cosechero con parcelas de parajes tan especiales como La Cóncova o de alguno de los siete valles con orientaciones y suelos diferentes que hay en San Vicente de la Sonsierra. Por sí solo, este pueblo encaramado sobre el Ebro tiene casi el mismo número de hectáreas que la DO Priorat.
Poco a poco, José empezó a comprar algunas parcelas en San Vicente y a hacer sus pequeñas pruebas y elaboraciones de garaje mientras aprovechaba para visitar otras zonas vinícolas, abrir la mente, conocer a otros productores artesanos y probar sus vinos. En 2012 compró y restauró La Cueva del Espino, un pequeño calado medieval en la ladera norte del castillo, a dos puertas del de Benjamín Romeo, y para 2016 lanzó al mercado sus primeras 2.000 botellas de La Cóncova.
De 2017, cuando la helada le impidió sacar adelante la cosecha, no tiene un gran recuerdo pero sí de 2018, no solo porque recuperó la producción y la crítica internacional se empezó a fijar en él sino porque su vida personal y profesional dio un vuelco al conocer un día en la calle Laurel a Vicky Fernández, uruguaya afincada en Bilbao. Vicky trabajaba en hostelería y era ajena al mundo vinícola, pero a fuerza de pasión, carácter, trabajo y una tremenda intuición ha conseguido romper estereotipos y ser, por derecho propio, una de las dos mitades de Vignerons de la Sonsierra, que es el nombre del proyecto gestionado por la pareja.
Hoy en día, José y Vicky comparten todas las tareas, desde embotellar a podar o conducir el tractor y labrar. “He tenido la suerte de que José me ha querido enseñar todo y ha contado conmigo siempre. Me ha animado a montarme en el tractor y no le ha importado que me llevara alguna cepa por delante al principio. Siempre ha confiado en mí y eso te anima a hacer de todo”, confiesa Vicky. “Eso sí, José insiste en encargarse personalmente de la limpieza en la bodega, probablemente porque no se fía de nadie más en ese aspecto, y yo le dejo”.
Para la pareja, cuya inspiración son los vignerons de Borgoña pero también vecinos del pueblo como Abel Mendoza, 2020 fue un momento de inflexión. “Ahí fue cuando empezamos a trabajar en serio nuestro proyecto”, explica José, quien tenía cinco hectáreas propias y vendía las uvas a Olmaza hasta 2021, cuando se independizó de la bodega familiar. “Dejamos el cultivo convencional, compramos el kirpis, que voltea la hierba entre cepa y cepa protegiendo el tronco y sin compactar, quitamos el herbicida y desde entonces usamos solo sulfato de cobre y azufre en polvo cuando es necesario”. La certificación ecológica oficial no la tienen pero no es algo que les preocupe. “Nuestros importadores y distribuidores ven cómo trabajamos cuando nos visitan y esa es la única garantía que necesitan”.
A sus 34 y 33 años respectivamente, Vicky y José cultivan seis hectáreas en San Vicente y Labastida que embotellan bajo su propia marca pero también otras 2,5 ha en Briones que venden a su amigo Miguel Merino, a quien le labran, podan y esperguran su parcela La Loma, plantada en 1946. Con Miguel y otros productores afines de la comarca como Ricardo Fernández (Abeica), Miguel Eguíluz (Cupani), Álvaro Loza y Carlos Sánchez, además del sumiller Iván Sánchez (Venta Moncalvillo), han formado Martes of Wine, un grupo donde además de catar vinos del mundo a ciegas y viajar a zonas vitícolas, intercambian ideas y se apoyan unos a otros. Ahora, tanto José y Vicky como el resto de los Martes of Wine, están ilusionados preparando su primer evento conjunto abierto al público el 3 de junio en San Vicente.
Como el resto de sus amigos de cata, la pareja busca transmitir la diversidad y riqueza de matices de los pueblos y parajes donde trabajan y aunque su objetivo es mejorar la gama de vinos que tienen, no se cierran a lanzar nuevas referencias.
De hecho, a los cinco tintos que ya tienen en el mercado se sumará un blanco de la añada 2021 que se llamará Maia, como su hija, nacida en la primavera de 2022. Está hecho con viura (y garnacha blanca en la añada 2022) de Labastida y San Vicente y se elabora en barrica de 500 litros y damajuanas sin maloláctica. “Nos gusta cómo se mantiene el aroma de la uva y la acidez en la damajuana pero también el aporte de la madera. Eso sí, si hablamos de parajes es necesario utilizar barricas buenas”, argumenta José. En su caso, se decantan por tonelerías artesanales de Borgoña y del centro de Francia y tienen también alguna Radoux usada para los tintos de pueblo.
En un futuro cercano, quizás también saquen una garnacha de Santa Torrea, tres terrazas de viña vieja en suelos calizos y orientadas al noreste que tienen a renta en este paraje de San Vicente. Cuando la cogieron hace un par de años estaba llena de hierbas y tenía los pulgares raquíticos, pero poco a poco ha ido recuperando vida y ya luce las primeras hojas y brotes. “La elaboramos por separado para ver cómo evoluciona; si nos gustan las uvas este año, haremos un parcelario y si no, irán al vino de pueblo”, comenta Vicky mientras nos lleva en su pequeño pero resistente Seat León por el camino que sube hasta Tasugueras (foto inferior), dos hermosas parcelitas con cepas de 80 años en suelos de arena y rodeadas de manzanos y arbustos con moras y endrinas. Aquí el tractor no entra, así que tienen que trabajarla con la mula mecánica y la morisca alrededor del tronco, pero no les importa. Creen en el potencial de estas uvas que, de momento, y aunque las elaboran por separado, van también al vino de pueblo.
Si 2020 supuso un punto de inflexión en cuanto a la mejora del trabajo en viñedo, 2021 fue un gran salto cuantitativo para Vignerons de la Sonsierra, al aumentar su producción de 6.000 a 24.000 botellas, principalmente en su vino de San Vicente (subirán a 28.000 botellas en total en 2022).
Hasta entonces habían elaborado sus vinos en un espacio que les dejaban en Olmaza, pero ese año, y tras una infructuosa búsqueda por San Vicente y alrededores, consiguieron alquilar una bodega en Briones, justo enfrente de Bárbara Palacios, que se ajustaba a sus necesidades. “Tiene prensa hidráulica, una bomba peristáltica, una sala climatizada para guardar las botellas y depósitos de hormigón donde ahora fermentamos algunos de nuestros vinos”, explica José.
Tras la fermentación, parte de ese vino se queda en Briones y el resto lo trasladan en furgoneta a la Cueva del Espino, el único calado de las laderas del castillo de San Vicente que se sigue utilizando para criar vino. Con sus vistas panorámicas a la Sierra Cantabria y las perfectas condiciones de temperatura y humedad para conservar el vino, la cueva no es solo un calado sino que ha servido de espacio de encuentro con amigos y hasta de sala de ceremonias para su propia boda.
Su gama parte de los vinos de pueblo, una categoría que ellos consideran fundamental para construir su proyecto desde la base y con honestidad. “Nuestra idea es afinar cada vez más este perfil, buscando la elegancia y la fluidez y haciendo vinos que sean accesibles a todos los públicos; sin duda alguna, el vino de pueblo es el que mejor tenemos que hilar”, reflexiona Vicky.
El de San Vicente (16.000 botellas, 24 €) es el vino de mayor producción de la bodega y mezcla viñas de entre siete y 100 años de tempranillo con garnacha y un pequeño aporte de uva blanca. “Siempre metemos algo de racimo entero, sobre todo de garnacha”, dice José, que valora muy bien la añada 2022 de este vino, todavía en barrica. “Hemos ganado textura en boca y hacemos crianzas más largas. Poco a poco vamos aprendiendo y acercándonos al estilo que queremos”.
Desde la añada 2021 fermenta en hormigón y se cría parte en esos depósitos y parte en barricas de 500 litros en la cueva del castillo. “Nos gusta cómo respeta los vinos el hormigón”, explica la pareja. “Mantiene bien la fruta y envejece los vinos lentamente al tiempo que los abre y los hace expresivos. Y cuando se mezcla con la parte en madera, el conjunto gana en complejidad”.
Si en el de San Vicente predominan los aromas de hierbas de monte bajo y fruta oscura y profunda, el de Labastida es más fino y sutil, con taninos más redondos y fruta más inmediata gracias a que las viñas de este pueblo alavés están menos expuestas al viento norte. De producción mucho más limitada (3.600 botellas) y criado íntegramente en madera pero con el mismo precio y coupage de uvas que su hermano de San Vicente, parte de las viñas (60 años) están arrendadas y otra parte, de 80 años, pertenece y la trabaja Iñigo Perea, uno de los jóvenes apadrinados por Remelluri en su proyecto de apoyo a viticultores locales. Desde la añada 2021, su nombre también aparece en la etiqueta.
Desde 2016 elaboran José Gil El Bardallo (670 botellas, 3.000 a partir de 2022, 39 €), un coupage de tempranillo y 2% de viura de 35 años de un paraje con suelos calcáreos orientado al noreste junto a Labastida. Según José, “da vinos finos y elegantes que hablan del suelo, con fruta negra nítida y notas florales”. El Bardallo es un vino más delicado y vertical que José Gil La Canoca (similar número de botellas y precio), un paraje con más limo y arcilla debajo de Peciña que da vinos con buena fruta en primer plano y más volumen, potencia y estructura. La Canoca también está fermentado en hormigón y criado en madera, pero ambos recipientes son gratamente imperceptibles en boca.
Con su frescura, pureza y energía, Camino de Ribas (600 botellas, 50 €, antiguo La Cóncova) ocupa la parte superior de la pirámide de calidad de Vignerons de la Sonsierra. Procede de dos parcelas en La Cóncova (foto superior), entre los parajes de El Bardallo y La Canoca, un valle con más influencia atlántica y bien ventilado por donde la orografía de la sierra del Toloño permite la entrada de viento norte frío. En un extremo, José y Vicky han plantado una hectárea de garnacha y moscatel en suelos franco-arenosos con óxido de hierro y roca arenisca, pero también cogen tempranillo y garnacha de la parcela de 140 años plantada sobre marga arenisca con vetas de carbonato cálcico que José cree que aportan un toque especial al vino. El Fugas, que se hizo en 2020 de una parcela en Briones, ya no se comercializa.
A pesar de haber multiplicado su producción, los vinos de José y Vicky se agotan cada añada. Venden por cupos y a partes iguales en el mercado nacional y extranjero, aunque podrían vender más cantidad fuera si quisieran. “Aunque solo sean dos cajas, nos gusta que lleguen a quienes las aprecian y se preocupan por mantener el contacto con nosotros más allá de la mera venta”, aseguran.
¿Y se puede vivir bien con 24.000 botellas?, les pregunto. “Nosotros invertimos todos nuestros ahorros para equipar el proyecto, pero ahora que ya tenemos viñas y maquinaria, sí se puede vivir bien cobrando el vino a precios razonables”, comentan José y Vicky. “Tampoco puedes fliparte y vender la botella a 50 € porque para eso tienes que estar todo el día en el avión. Está bien acompañar al mercado pero debemos estar aquí, porque nuestro vino solo se hace con nosotros en San Vicente”.