Cuando Bernardo Ortega, 39 años, inició su pequeña aventura vinícola en Villarrobledo (Albacete), el pueblo de su padre, solo otro viticultor elaboraba vino en las tinajas que durante siglos hicieron famoso a este municipio manchego.
Una visita al Centro de Interpretación de la Alfarería Tinajera basta para descubrir las claves de este pasado glorioso, empezando por los cinco tipos de arcillas que se encuentran en el subsuelo de la localidad y que permitían elaborar recipientes totalmente estancos y capaces de soportar las fermentaciones. Si la mayor demanda se concentró a finales del siglo XIX coincidiendo con la llegada de la filoxera a Francia, aún a finales de los años cincuenta del siglo pasado existían más de 70 hornos en la localidad capaces de producir unas 8.000 tinajas al año.
En la foto inferior se puede ver la disposición de las tinajas en una bodega antigua de la zona, hoy completamente abandonada y con el techo parcialmente derruido, pero que permite ver claramente el dominio de estos recipientes que en el pasado llegaban a alcanzar capacidades de hasta 8.000 litros.
Esta industria artesana se ha extinguido casi por completo. Bernardo aún se ha podido abastecer de ánforas fabricadas por Juan Padilla, el último gran tinajero de la localidad, ya retirado, sobre el que escribiremos con más detalle próximamente, y cuyas creaciones aún pueden verse en bodegas de renombre de dentro y fuera de España.
La tinaja es uno de los elementos que aporta personalidad al proyecto de Ortega. Los otros son los viñedos tradicionales, las variedades locales y la combinación de técnicas ancestrales de producción con mentalidad del siglo XXI. Su visión se suma a la de otros productores castellano manchegos como Verum, Garage Wine o Recuero que apuestan por una expresión identitaria ligada a las especialidades históricas y culturales de la región.
Aunque nació en Zaragoza y vivió posteriormente en Milán y Albacete, Bernardo siempre ha tenido contacto con Villarrobledo. Quizás por nostalgia de los viñedos que tuvo la familia y que acabaron arrancándose, orientó su camino profesional al vino. Tras pasar por la Escuela de la Vid de la Requena y cursar el grado de enología en Tarragona, su experiencia ha sido de lo más variopinta.
En Castilla-La Mancha ha trabajado en Señorío de los Llanos (DO Valdepeñas), en la cooperativa de Villarrobledo alquilada por el grupo García Carrión, y en una bodega privada de propietarios franceses en la que preferían trabajar con las variedades y la filosofía de su país. Durante ese tiempo ha sido testigo del arranque de viñedos viejos y de la manera en la que los viticultores buscan para sus hijos una vida mejor que acaba alejando a las nuevas generaciones del campo. “La gente pasa de la agricultura a la construcción sin especialización de oficios”, se lamenta Ortega. “Yo me metí en esto porque me preocupaba el campo”.
La transformación de la estructura productiva en la zona ha sido de las más radicales de España si se piensa en la manera en la que las cooperativas han absorbido la producción de vino. Según el Centro de Interpretación de la Alfarería Tinajera a principios del siglo XX había 200 bodegas familiares solo en Villarrobledo; hoy entre cooperativas y bodegas privadas no se cuentan mucho más de una docena. “Las cooperativas han hecho que el mercado del vino cambie y que el viñedo viejo pierda su valor”, señala Bernardo. Solo hay que ponerse en la piel de un viticultor que cobra entre 0,16 y 0,20 € por un kilo de uva airén. “En estas condiciones, yo también arrancaría la viña vieja para plantar en espaldera”, afirma.
La situación es diferente en Rioja, donde, entre 2013 y 2014, Bernardo fue la mano derecha de Basilio Izquierdo. Personaje inquieto donde los haya, Izquierdo es un enólogo de referencia en la región tras su paso de varias décadas por Cvne. En su apretada bodega de Laguardia donde trabaja desde mediados de los 2000 se siente igual de cómodo con elaboraciones relativamente clásicas que con estilos más inesperadas como vinos naranjas, espumosos blanc de noirs y blancos bajo velo de flor. Dada su larga trayectoria en una de la regiones vinícolas españolas más conocidas, pocos conocen sus orígenes manchegos en Socuéllamos (Ciudad Real). Fue precisamente Basilio quien le habló a Bernardo de las tinajas con velo de flor de su abuelo y quien le inspiró con su conocimiento de la zona, “pero desde una visión externa y dándole valor”, remarca Ortega.
“Lo cierto es que no solo en La Mancha, sino en toda España, se quita el velo para que no se piquen los vinos. Al final he tenido que arriesgar en mi casa porque no he podido en otro sitio. Pero he ido mucho a Jerez para ver a Willy Pérez y Ramiro Ibáñez, a Gramona en Penedès [fue compañero de estudios de Roc Gramona] y he hablado mucho con Juan Padilla. Además, me gustan mucho los vinos del Jura”, nos cuenta.
Ortega se estrenó en la cosecha 2017 trabajando con las variedades de su tierra: la airén manchega y la bobal de Quintanar del Rey, en la cercana DO Manchuela, donde gracias a la mayor altitud consigue el tipo de maduración que le gusta. En esa primera añada también elaboró un tempranillo, pero la viña vieja de la que procedía se arrancó y no ha vuelto a trabajar esta variedad.
En realidad, la piedra angular del proyecto es la airén de cepas viejas. La viña de El Gacho es una superviviente en el mar de viñedos productivos que rodean Villarrobledo. Son apenas 1,4 hectáreas de airén de unos 80 años plantados en pie franco sobre suelos de canto rodado. A finales de septiembre, la piel se siente bien dura y la pulpa empieza a anunciar ya su dulzor. Una vez vendimiada, la trabaja en una pequeña parte en acero inoxidable y el resto en tinaja con velo de flor o con pieles.
Es muy interesante probar por separado las distintas elaboraciones de airén para ver lo que aportan cada una en el ensamblaje final del Simbiosis Blanco. Si la partida fermentada con pieles ejerce de columna vertebral, la que se trabaja en inoxidable refleja la franqueza y salinidad del terruño y la de velo aporta el toque floral y de levadura.
“Quiero mostrar las cosas tan valiosas que tenemos en nuestra tierra y la airén es una de ellas: una variedad con la que se pueden elaborar tanto vinos jóvenes como de alta gama y que además se destila para la producción de holandas. Una uva es grande cuando de ella se pueden obtener muchos matices”, nos cuenta Bernardo.
El do de pecho de la variedad es el Flor de Airén envejecido en bota de amontillado con tres años bajo velo y otro más en crianza de oxidativa. Un vino de producción muy limitada que se comercializa en el entorno de los 30 € la botella de 50 cl. y ofrece la complejidad clásica de estas elaboraciones sobre el lienzo de una variedad de perfil tan neutro como la palomino jerezana. Aquí se mezcla la salinidad de la flor con la sapidez que aporta el terruño de esas viñas viejas tan especiales.
Bernardo también se ha atrevido con un espumoso método tradicional brut nature de factura súper personal ya que mezcla xarel.lo del Penedès con hondarrabi zuri de cerca de Bilbao (en su universo gustativo ha pesado el espumoso de hondarrabi zuri que elaboró en su día Basilio Izquierdo) y utiliza como licor de expedición un oloroso de airén de 50 años envejecido en barrica. Es su particular forma de poner cuerpo, acidez y el toque de su tierra dentro de la misma botella. La logística ha sido tan complicada que en el futuro intentará abastecerse de plantaciones más cercanas, aunque el reto aquí es poder trabajar con la acidez que necesita esta tipología de vino.
La gama se cierra con un tinto de bobal procedente de la parcela de un amigo ubicada en Quintanar del Rey (Cuenca) que comparte el perfil de viña que interesa a Ortega: cepas viñas viejas plantadas en pie franco sobre canto rodado con base calcárea. En este caso la combinación de barrica y tinaja en el envejecimiento se traduce en un estilo fresco y disfrutable sin obviar la complejidad y profundidad de la viña vieja. Tanto éste como el Simbiosis blanco son vinos de disfrute y de personalidad que, en el entorno de los 12 € están al alcance de todos los bolsillos; y que, además, aseguran la supervivencia de los viñedos de los que proceden.
La marca Simbiosis no es casual. Bernardo Ortega contempla la asociación de animales o vegetales de diferentes especies que implica el término en todo el proceso del vino desde el viñedo (planta, ecosistema, microorganismos) a la elaboración (la microbiología de la fermentación y las levaduras), pero también en la relación con las personas y en su día a día. “Mi vida y mi forma de pensar es así; creo en potenciar lo bueno que tiene cada uno y en fomentar todo tipo de uniones”, señala.
De lo que no hay duda es que sus Simbiosis y el sofisticado Flor de Airén dibujan horizontes de futuro en una región muy necesitada de mandar mensajes más atractivos e inspiradores al mercado.
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