El estatus actual de esta bodega ubicada en Briones (Rioja Alta), con vinos cada vez más precisos y ligados al terruño, puntuaciones en claro ascenso, precios relativamente elevados y venta por cupos, es envidiable.
A sus 42 años, Miguel Merino quizás no es tan joven como algunos de sus compañeros del grupo de cata Martes of Wine, nombres en ascenso como José Gil o Miguel Eguíluz de Cupani. Podría decirse que ha tardado un poco más en encontrar su lugar en el mundo. Y cuando lo ha hecho, ha tenido poco tiempo para compartirlo con sus padres. Los dos fallecieron el año pasado con una diferencia de unas pocas semanas.
Para entender su periplo hay que contar primero la historia de otro Miguel Merino, su padre. Abogado de formación, entró en el mundo del vino en 1977 como director de exportación de Berberana gracias a sus conocimientos de inglés (en su juventud había ganado una beca para estudiar en Estados Unidos). Fue un pionero de la internacionalización del vino español que trabajó para nombres de peso como Vivanco o Cvne.
Con la experiencia adquirida esos años, creó su propia agencia de exportación a finales de los ochenta consiguiendo vender con éxito vino de Rioja adaptado al gusto inglés. En 1991 fue nombrado Man of Confidence del Monopolio sueco, con el cometido de buscar vinos españoles para ese mercado, lo que le puso en contacto con los grandes productores del momento: Mariano García, Álvaro Palacios, Roda… Todos le animaron a que pusiera en marcha su propio proyecto.
Así que en 1993 compró una casa en ruinas en Briones, un pueblo que le gustaba y que, gracias a que no había hecho la concentración parcelaria, le permitiría conseguir uva de viñas viejas con aptitudes para elaborar vinos de guarda. Muchos años antes de que tomara forma el concepto de vino de municipio, Miguel Merino padre ya tenía claro que todas las uvas que entraran en la bodega debían ser de Briones.
Arrancó comprando a cinco viticultores locales e implantando la vendimia en cajas, las primeras que se vieron en el pueblo junto con las de Miguel Ángel de Gregorio (Finca Allende) que se instaló también en Briones en esa década. Hasta 2001 no plantó su primera viña: una espaldera con la que hoy se elabora el Viñas Jóvenes y que tiene también una parte de graciano que se destina a vinos de guarda.
“La bodega fue deficitaria durante mucho tiempo. Mi padre siempre se autofinanció, lo que implicaba seguir trabajando para terceros”, recuerda Miguel hijo. Los primeros vinos salieron al mercado en 2001 y él comenzó a ayudar en 2003 aunque su formación (estudió periodismo en Salamanca) no se hubiera orientado al vino.
El punto de partida era complicado teniendo en cuenta el contexto de la época: “Éramos una bodega desconocida que hacía vinos clásicos. Por su experiencia en el exterior mi padre sabía que era difícil hacerse un nombre como región, mientras que los vinos de Rioja que habían triunfado históricamente eran los Tondonias, Imperiales, Ardanzas… Él quería tener identidad”.
Entre 2003 y 2010, el joven Miguel Merino se dedicó a comercializar las etiquetas familiares: “Era muy difícil porque eran vinos caros; pasé unos años malísimos”, recuerda. Poco antes de cumplir los 30 se plantó ante su padre y le dijo: “Si me voy a dedicar a esto, lo mío es la elaboración”. Tenía sentido porque no había técnicos en la familia. Hasta entonces tiraban con la asesoría de Manuel Ruiz Hernández y de los consejos de sus muchos amigos productores.
A Miguel, cursar el Máster de Viticultura y Enología de La Rioja no solo le sirvió para aprender, sino para conectar con profesionales del sector como Pedro Balda, David González de Gómez Cruzado, que fue profesor suyo, o Javier Arizcuren.
Sin embargo, durante un tiempo siguió picando de aquí y allá. Asesoró a la serie de televisión Gran Reserva, un Falcon Crest a la española con numerosas localizaciones en Rioja, y aprovechó este contacto para irse un año a trabajar como guionista a Madrid. “Vender me hacía sufrir”, reconoce. Entre medias, ayudó a un amigo de su padre a crear una división de vinos españoles de alta gama para el mercado sueco.
2013 marca un punto de inflexión cuando se incorpora al departamento técnico de Gómez Cruzado a las órdenes de su antiguo profesor. Son los años en los que esta bodega centenaria del Barrio de la Estación de Haro se reinventa y renueva con acierto y creatividad su gama de vinos. “Este trabajo me ayudó a encontrar mi lugar”, afirma Miguel. Allí conoció también a Erica, su mujer, que se encargaba del enoturismo y que hoy está al frente de la comunicación y las visitas de Miguel Merino.
A medida que su trabajo como enólogo le hace sentirse más seguro, Miguel empieza a echar una mano a su padre para, no sin cierto temor, regresar a casa definitivamente en la vendimia 2017. Sin embargo, esta vez la experiencia fue totalmente diferente: “Lo que en el pasado fue una cárcel, se convirtió en una gozada”, afirma.
Con la continuidad del proyecto asegurada, los Merino, que seguían teniendo un único viñedo, empiezan a comprar parcelas. La primera adquisición son tres hectáreas de cepas viejas a un viticultor local sin hijos que se jubilaba. Hoy trabajan 39 parcelas que suman 14 hectáreas, ocho propias y el resto alquiladas.
Están repartidas por distintas zonas de Briones y visitar algunas de ellas sirve de excelente introducción a las áreas más características del municipio. La primera parada es en Arreluz, en la zona oeste del pueblo, junto al camino de Santo Domingo de la Calzada: son tres majuelos en suelos arcillo-calcáreos con la terraza superior más rojiza que no llegan a sumar una hectárea. Se plantaron en los cuarenta y setenta con excepción de un corrillo de malvasía del primer cuarto del siglo XX. Las uvas tintas se destinan a Vitola Reserva, un vino que se creó como una segunda marca en una cosecha muy complicada como 1997, pero que con el tiempo se ha transformado en un reserva de corte moderno que se nutre de los viñedos más frescos, tiene menos peso de madera y se cría únicamente en roble francés.
A su espalda, la ladera norte de Mendigüerra es la zona más fría de Briones, donde se encuentra la viña más elevada de la familia. Aquí consiguen calidades de uva muy aptas para la elaboración de reservas.
Gracias a este nuevo apego a la viña, la principal aportación de la segunda generación ha sido el desarrollo de la gama de vinos parcelarios y una evolución de estilo hacia los perfiles sutiles y elegantes que le gustan a Miguel. Se nota muy bien en el Mazuelo de la Quinta Cruz, una de las etiquetas más emblemáticas de la bodega. La viña, plantada en el Monte Calvario sobre suelos aluviales muy pobres y con abundante cascajo, toma su nombre del camino del viacrucis que jalona la subida. Ahora ya no esperan tanto para vendimiar (en esta ubicación a la mazuelo le cuesta coger grado), sino que deciden el punto de maduración por cata sin importar que llegue o no a los 13% vol., y realizan una extracción mínima. En la copa, el vino ha ganado en precisión y delicadeza. Si a nariz del 2019 tiene el toque leñoso y de frutillos pequeños de regiones atlánticas, el paladar está delineado por una acidez casi eléctrica, pero que se funde bien en el vino sin restarle un ápice de elegancia.
El contraste con La Ínsula, el nuevo parcelario de garnacha, evocador y envolvente, que Miguel elabora desde la cosecha 2019, es notable. El viñedo se encuentra en La Isla, un paraje muy diferente ubicado a los pies del castillo de Davalillo y enmarcado por el río Ebro. Es un raro viñedo de pie franco que podría ser prefiloxérico y que ha sobrevivido al insecto gracias al suelo arenoso en el que está cultivado y que a la vista es muy parecido a la arena de playa. Miguel la describe como una mezcla de garnacha de altura y suelo caliente; a mí me gustó la profundidad, con notas balsámicas y de piel de naranja, y la sapidez final. Es además una viña superviviente porque el resto de parcelas de tempranillo, también muy viejas, que la rodeaban se arrancaron hace poco y se han sustituido por cereal.
La pérdida de viñas viejas o su mal uso (“hay que dejar de poner viñedos de calidad grand cru en vinos de dos euros”, dice) es particularmente irritante para Miguel. Por eso está ayudando y animando a uno de sus proveedores de uva a que empiece a elaborar su propio vino. En el fondo, cree firmemente que “hoy la única razón para ser un buen viticultor es que tengas que hacer un buen vino”.
La Loma es la joya de la corona. “Es un viñedo en ladera que se encuentra en plena zona de confluencia de los suelos arcillosos que vienen de Rodezno y Santo Domingo con la caliza de la Sonsierra. Hay además una capa de argílico que almacena lo que se va descomponiendo del suelo y retiene el agua”, describe Miguel tras confirmar su corazonada con un reciente estudio del suelo. Tiene un poco de garnacha blanca plantada en un lateral donde el suelo es marcadamente calizo que va al vino blanco y el resto son uvas tintas: tempranillo y en torno a un 12% de garnacha.
Originariamente esta parcela formaba parte de Unnum, el antiguo tinto top de la bodega pero desde 2015 se ha elaborado por separado con el nombre de la viña. En los tres años que la llevan cultivando directamente, ahora con ayuda de su amigo José Gil, con quien coincidimos durante la visita, han suprimido los herbicidas y el objetivo de futuro es que se llegue a cultivar en ecológico.
El vino, fragante y sutil, se enmarca muy bien en esa nueva Rioja terruñista que busca la elegancia (hay incluso notas florales) y afina casi al milímetro las texturas. El paladar del 2019 me pareció muy jugoso, quizás con leve calidez que refleja la añada, pero muy rico en matices. Sin duda, un tinto que hay que probar.
La bodega conserva su gama clásica que incluye dos reservas, el más fresco Vitola que Miguel cada vez lleva más a su terreno y el Miguel Merino que se elabora con viñedos de entre 50 y 60 años de exposiciones sur y suroeste y combina roble francés y americano. Hay también un Gran Reserva, algo más austero que también tendrá su pequeño afinamiento, sobre todo desde que se han hecho con una viña en Bigorta, paraje cercano al río casi en el límite con Labastida con la que espera aportarle un toque aterciopelado.
Hoy Miguel Merino elabora unas 55.000 botellas anuales. El 95% se vende fuera de España en una treintena de mercados. Estas cifras de exportación tan poco habituales en Rioja son en parte el resultado de los excelentes contactos internacionales de la familia, pero también de las dificultades iniciales para vender vinos de precio relativamente elevado en el mercado nacional. La paciencia ha dado sus frutos, pero como se encarga de recordar Miguel, la bodega no empezó a dar beneficios hasta 2014, exactamente 20 años después de su primera añada (1994).
“Somos una bodega saneada porque hemos luchado para vender caro. En 20 años en el mercado hemos pasado por muchas fases. Ahora estamos en un momento bueno, pero no quiero volverme loco. Para mí lo importante es que la gente pueda beber nuestros vinos y que puedan decir: 'Si veo La Loma, la compro’”.
Otra prioridad de Miguel es seguir afianzándose en el viñedo. Su última compra ha sido un majuelo de 110 cepas de garnacha en Caralacueva. Es apenas un triangulito de viña registrada en 1918 a los pies del monte Revijares que ha regalado a su mujer por su cumpleaños y donde van con los niños los fines de semana para recuperar los muretes de piedra y reinjertar las faltas con material vegetal de La Isla.