Francisco Méndez, herrero, viticultor en Meaño y miembro de la gestora que fundó la DO Rías Baixas, nunca llegó a imaginar que las viñas familiares de caíño, espadeiro y loureiro que se empeñó en plantar allá por 1980, en contra de los consejos de todo el mundo, llegaran a ser hoy el origen de algunos de los tintos más reconocidos y respetados de Galicia.
El cultivo de variedades tintas era una tradición muy asentada en la zona porque constituían parte del alimento de las familias, pero el éxito comercial de la albariño, que hoy en día copa más del 98% de la producción de uva de Rías Baixas, las relegó a un papel residual o directamente al arranque.
Nadie creía en el potencial de los tintos de Rías Baixas hasta que Rodrigo “Rodri” Méndez demostró al mundo que la intención de su abuelo era acertada. Por suerte se cruzó en su camino el enólogo Raúl Pérez, que a principios de este siglo estaba en el Salnés buscando uva para hacer su albariño Sketch. Méndez le dejó elegir la parcela familiar que más le gustara a cambio de que le ayudara a hacer sus tintos y de allí surgió una relación profesional y de profunda amistad que hoy en día continúa no solo en Rías Baixas sino también en Ribeira Sacra, donde elaboran los vinos de Castro Candaz.
Como contaba Méndez en una charla con Xoan Cannas, el director del Instituto Galego do Viño durante el confinamiento, hacer el vino fue un reto porque tuvieron que ajustar la viticultura y no tenían antecedentes de vinificación de estas variedades pero más aún fue venderlo, en una época en la que triunfaban los vinos con extracción y madera. “Corría el año 2005 y nuestros tintos, que eran completamente diferentes a lo que había entonces, generaban rechazo. Raúl nos ayudó mucho llevándoselos bajo el brazo cuando viajaba fuera a ver a sus importadores”, recordaba Méndez. “Y no eran baratos. Los comercializábamos de cuatro en cuatro y así, cuando vendíamos cuatro botellas, decíamos 'hemos vendido una caja'“.
Hoy en día, Forjas del Salnés vende las cajas con seis botellas y la demanda supera la oferta, que se ha mantenido igual que hace 15 años para sus tres monovarietales tintos iniciales: tres o cuatro barricas de espadeiro, 1.000 litros de loureiro y unos 3.500 de caíño, que se venden bajo la marca Goliardo. Desde hace unos años también elabora un Goliardo genérico (antes llamado Bastión de la Luna) mezclando los descartes de las tres variedades.
Sus vinos de Meaño se hacen bajo la marca Rodrigo Méndez con etiquetas como Sálvora, de una vieja finca de albariño junto a la huerta de sus padres, Cíes o O Raio da Vella. Entre sus nuevos proyectos tiene una parcela en la que acaba de plantar albariño y brancellao, variedad poco habitual en la zona pero con la que está muy ilusionado y Tras da Canda, una finca de 1,5 hectáreas entre eucaliptos que plantó hace nueve años en el límite con Sanxenxo. Es una zona boscosa a 230 metros de altitud con suelos de arena y cuarzo y expuesta al sol a la que Rodri augura gran futuro. “Aquí no se plantaba porque era imposible subir por estos caminos con los bueyes y carros cuando llovía, pero yo creo que dentro de 10 años esto va a estar lleno de viña porque la calidad de la uva es buenísima”, asegura.
En Tras da Canda, de donde salen tres vinos con el mismo nombre, tiene tintas pero también albariño —una selección de las mejores cepas de Finca Genoveva, un viñedo histórico con plantas centenarias— y caíño blanco, una variedad poco habitual en el Salnés, aunque algo más presente en O Rosal, en el sur de la DO, que cree que les dará juego en los coupages.
Otra novedad que Méndez introdujo en esta viña fue la espaldera, buscando más densidad de plantación (9.000 cepas/ha frente a las 1.000 de la parra) y menos producción por cepa. Ha conseguido su objetivo con las tintas, pero una parte de las blancas las va a subir a emparrado porque nota que las cepas sufren mucho. “También tengo que quitar plantas porque con la competencia que hay y el calor y la falta de lluvia, la cepa empieza a coger el zumo de la uva”, confiesa Méndez. A esto se añade el problema de los eucaliptos que rodean la finca. Los árboles protegen las cepas del viento del mar, pero cada tres años tienen que meter una excavadora para arrancar las enormes raíces, que se asemejan a troncos y quitan agua y vida a la viña.
A pesar de los retos de zonas vírgenes como ésta, Rodri está convencido de que los viticultores deben hacer un esfuerzo y subir a zonas más altas, no sólo por el cambio climático sino por la creciente densidad de población en una zona que compite con el turismo y donde el precio de la hectárea ronda los 200.000 euros.
“El suelo es buenísimo para hacer vino pero tengo problemas con los vecinos. La gente protesta porque tratamos, y eso que vamos a las siete de la mañana cuando hay casas cerca para molestar lo menos posible”, explica. “La convivencia del turismo con la viticultura es complicada; tendría que haber una regulación más clara y quizás dejar los viñedos antiguos pero no permitir nuevas plantaciones al lado de una casa”.
En años complicados de enfermedades, donde se requieren muchos más tratamientos, los conflictos se multiplican. “A mí me gusta trabajar con sentido común y tratar solo en el momento adecuado, pero una finca como Genoveva, con cepas de 170-180 años, o la de Sálvora en Meaño, como no le des un sistémico en un año tan complicado como 2020 no es que te cargues la producción; te cargas el viñedo”, asegura Rodri, que trabaja entre 10 y 12 hectáreas en el Salnés. “Es cierto que se pueden hacer las cosas mejor y debemos mentalizarnos de que hay que ir cambiando, pero de un día para otro no se pueden hacer las cosas”.
Una de esas viñas que convive entre viviendas es O Pradiño. Con esas uvas, Méndez, un enamorado de los tintos de Borgoña y Oregon, elabora junto a Raúl Pérez As Covas, un pinot noir del que apenas hace 700 botellas fuera de DO. La plantaron en espaldera, pero como en Tras da Canda, ahora la han emparrado para mantener la acidez y conseguir más producción y menos alcohol.
“Me impresiona la adaptación de la planta. La pinot es más joven que la albariño que tenemos en la finca, pero está mucho más frondosa y da más uva”, comenta Méndez. “Hay gente a la que esto no le entra en la cabeza, pero yo siempre digo: la pinot, lo que yo conozco, se adapta mejor que la albariño y la caíño. En estos suelos arenosos, la albariño no arranca tan bien. La conclusión que saco es que la pinot también es trepadora y cuando le das cancha, se autoregula. Aquí da una calidad tremenda, así que igual este año lo saco como parcela”.
En O Pradiño, la escasez de agua en el suelo es evidente así que metieron riego para que las cepas arrancaran. “No me gusta el riego pero si no metemos agua, las hojas se ponen amarillas y para cuando llegue la vendimia las plantas están quemadas”, explica Rodri. “Regar es algo que no hemos hecho nunca hasta ahora, pero los mejores sitios de viñedo, los más pobres, van a pasarlo mal con el cambio climático”.
También trabaja en suelos pobres de arena en un viñedo viejo cercano a la playa de Montalvo donde han elaborado sendos albariños Raúl Pérez y Chicho Moldes, de Fulcro. El de Rodri se llama Arenas de Arra y la primera cosecha, 2017, saldrá al mercado en breve. “Al principio el vino no me decía nada, pero a partir del quinto mes tras la fermentación empezó a ganar volumen sin perder la acidez. A Chicho le pasa igual. Ahora es chispeante, como tomar peta zetas de albariño, y el final es puro terciopelo. Yo creo que es de los albariños más especiales que he encontrado en el Salnés”, asegura Méndez, que hace una docena de blancos de esta variedad.
Aunque es un firme defensor de plantar viñedo nuevo para asegurar el futuro de la zona, no deja pasar la oportunidad de trabajar con buenos viñedos viejos como las dos hectáreas y media de finca Genoveva, de la que elabora un blanco y un tinto que están sin duda en el olimpo de los grandes vinos de Galicia. “Rodri la descubrió gracias al proveedor de sulfato, que le comentó que en Barro había un viñedo de gente mayor un poco abandonado”, nos comentaba Chicho, siempre agradecido a Rodri por su generosidad y toda la ayuda que le ha prestado. “Cuando llegó allá alucinó con lo que se encontró. ¡Míma, esas cepas de caíño y albariño de 180 años!”.
Son 2,5 hectáreas que, como dice Rodri, abren una ventana a lo que era el Salnés hace 100 años, no solo por las cepas de largos brazos que cubren el emparrado, sino también por la pequeña bodega, hoy en desuso, en la que doña Lola, la octogenaria propietaria de la finca (Genoveva era su madre), conserva albariños y caíños embotellados hace 30 años y los toneles en los que se hacían. Los corchos no están en buen estado, pero cuando uno está entero, el vino es espectacular.
“Cuando empecé a hacer vino, los albariños en madera estaban desprestigiados pero cuando llegas aquí, ves que los toneles de roble de 2.000 litros eran lo habitual antiguamente. Vine un día con Raúl y José Luis Mateo y dijimos, 'hay que recuperar esto'.
Entonces se hacían los vinos sin equipo de frío, sin acero inoxidable y con levaduras autóctonas, como los que guardan en esta bodega, y es la línea que adoptamos para nuestros vinos desde que conocimos Finca Genoveva”, explica el enólogo pontevedrés. “Esto es nuestro patrimonio. Aquí siempre se ha dicho 'el albariño en formato grande y el caldo en olla pequeña'".
Morrazo es otra zona con viñedo histórico en la que Méndez hace dos vinos llamados O Santo do Mar, uno de ellos con tinta femia, una variante de caíño. Aunque está al otro lado de la ría de Pontevedra, Morrazo nunca entró en la DO Rías Baixas, probablemente porque no había el suficiente número de productores que peleara por su inclusión, pero desde 2018 es una IGP. Allí el minifundio tradicional gallego ayudó a conservar las viñas viejas pero, como ocurre en Ribeira Sacra, también las abocó al abandono.
“Cuesta encontrar gente que te venda viña, porque es zona de playa. Y alquilar sin ayudas es prácticamente imposible. Yo siempre digo que la administración tenía que dar subvenciones para proteger y recuperar viñedo viejo, que es patrimonio de todos. Además, son suelos de arena de playa donde la cepa tarda mucho más en salir. Por eso la gente los abandonó, pero es un tesoro escondido”, comenta Rodri. “Yo animo a más productores a venir a Morrazo porque uno solo no hace el camino. Es un tema que lo suelo hablar mucho con Raúl; necesitamos gente que comparta una visión común. En el Salnés animamos a Xurxo [Albamar], Chicho [Fulcro] y a Eulogio [Zárate] a que hicieran tintos porque es necesario hacer zona y unirse para transmitir lo que tenemos aquí”.
La inspiración de Finca Genoveva se aprecia claramente en las filas de toneles del interior de la bodega, ubicada en un polígono industrial a las afueras de Cambados. Méndez empezó en casa de sus abuelos en Meaño, pero tuvo que trasladarse aquí en 2011 para cumplir con la normativa. “Fue lo único que encontré en aquel momento, pero aquí solo elaboramos”, se disculpa. “Toda la viña está allí”.
Tiene algunos depósitos de inoxidable pero solo los usa para hacer mezclas y para parte de Leirana, el albariño que elabora con uvas del Salnés y que es una impecable carta de presentación del carácter de la zona. El resto se guarda en los foudres más viejos de la bodega, algo que Méndez espera hacer con toda la producción de su vino más joven dentro de cinco o seis años. “Por eso triunfa Leirana: porque cada año metemos mejor viñedo y mejor madera y gana en equilibrio”.
El tamaño de los foudres sí importa, dice Méndez, cuyos blancos no hacen maloláctica (un partida de Leirana que hizo, la vendió con una segunda marca). “Según mi experiencia, la acidez en barrica se pule pero no como en el foudre. Cuanto más grande, para el albariño mejor y para los tintos también. Yo trabajaba siempre con toneles de 2.500 y ahora estoy comprando de 5.000. Es cierto que en nariz perdemos notas florales y frutales pero los vinos ganan más en complejidad y carácter. Pueden gustar más o menos, pero son vinos diferentes”.
Uno de los vinos más curiosos que hace junto a Raúl Pérez es Leirana María Luisa Lázaro, cuya añada 2005 pasó nueve años en bodega. La siguiente no se hizo hasta 2013 y la última es la 19, que apunta muy buenas maneras. ¿Pero qué busca con este vino? “Busco más suelo, que la boca sea ancha, con una acidez más cruda, pero no verde, no de vendimia adelantada y con notas maduras. La acidez es la columna vertebral pero al final hay que buscar la finura y el equilibrio”, asegura. “Cuando trabajas de esta forma, con tan poca intervención, te arriesgas mucho, pero merece la pena”.
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