“La idoneidad de los lugares para plantar la viña está cambiando”, dice la enóloga Itziar Insausti en medio de Irimingorrieta, la finca adquirida en 2009 junto a los otros tres socios que componen Doniene Gorrondona: su hermano Egoitz, el ingeniero técnico agrícola Julen Frías y el periodista Andoni Sarratea.
Quizás menos mediática que otros nombres de la DO Bizkaiko Txakolina, Doniene es una de las casas veteranas de la región, responsable de txakolis de expresión nítida y sincera e interesantes incursiones en productos de nicho como espumosos, blancos con madera y, más recientemente, vinos naturales. La bodega se enclava en la localidad costera de Bakio, famosa por su playa surfera y por el pintoresco islote de San Juan de Gaztelugatxe sobre el que se creó el Rocadragón de la séptima temporada de Juego de Tronos. El proyecto actual arranca a comienzos de los noventa con la compra de una bodega instalada en el viejo caserío Gorrondona que data de 1852.
Una parte importante de la gama se elabora con uvas cultivadas en Bakio, distinción que se constata con acierto en sus etiquetas. Cuando a mediados de los años setenta solo quedaban medio centenar de hectáreas de viña en Bizkaia, una decena de ellas estaban concentradas en este municipio que tenía fama de elaborar “txakolis más secos y de mayor graduación al gozar de un clima más cálido que el del interior”, según se constataba en la obra de 1975 El Viñedo Español. Hoy, los vinos de Doniene Gorrondona se distinguen por su amabilidad. La acidez no es necesariamente menor, pero se percibe más madura y bien integrada en el vino.
La compra de Irimingorrieta fue una apuesta arriesgada pero firme en plena crisis de finales de los 2000. El objetivo fundamental era evitar la dependencia de terceros. Aunque contaban con plantaciones propias realizadas en 1995, el grupo de socios no tardó en descubrir la escasa viabilidad de alquilar parras antiguas del pueblo, tanto por la pequeña extensión de los cultivos como por la dificultad de mantener la relación con los proveedores. Hoy trabajan con apenas cuatro viticultores, el más lejano en Artxanda, en uno de los montes que rodean la ciudad de Bilbao. Todas estas uvas van a Gorrondona, su txakoli básico envasado en botella rin.
Irimingorrieta es otra historia. Situada en una pendiente bastante pronunciada en zona de monte, ocupa ocho hectáreas y media con cinco plantadas de viña. A 250 metros de altitud, “no es un lugar en el que tradicionalmente haya habido viña”, señala Itziar. A diferencia de Getaria, en Bakio los viñedos se han plantado de espaldas al mar o buscando una cierta distancia. Itziar describe la localidad como una cubeta con bastante acumulación de sedimentos en su zona baja, y un horizonte limitante de arcilla que redunda en un mayor vigor. “Pero a medida que se asciende”, explica, “los suelos se hacen más complejos; aparecen esquistos y yesos, y las raíces pueden profundizar más”.
Los de Irimingorrieta, pobres y ácidos, se asientan en roca arenisca. “Ha costado mucho que enraizara la viña. Aramos para romper la tierra porque las raíces estaban cómodas en la zona más superficial. Hemos utilizado milenrama y otras hierbas para fortalecer la planta porque hasta hace unos años veíamos que las hojas empezaban a amarillear en agosto”, cuenta Itziar.
Los primeros resultados están compensando el esfuerzo. “Al ser una viña tan aireada nos permite usar menos sistémicos y nos sirve de finca piloto para probar otras prácticas en campo. Este año el mildiu ha hecho estragos en las fincas menos aireadas”. Los rendimientos en este terreno, por otro lado, son particularmente bajos para la región: 3.000 kilos por hectárea frente a los 6.000 a 8.000 kilos con los que trabajan habitualmente. “De 9.000 kilos en adelante cambia mucho el perfil de los vinos”, advierte Itziar. “Las uvas no maduran bien y el grado rara vez va más allá de los 11% vol. Para tener estructura en mosto y vino necesitamos moderar los rendimientos”.
Muchas de las uvas de Irimingorrieta se destinan a Doniene, su txakoli de Bakio con trabajo de lías, pero el vino que mejor expresa el potencial de esta plantación es el parcelario Iri, una hondarrabi zuri criada con sus lías y sin sulfitos añadidos. Se nota la mayor concentración y madurez (la cosecha 2019 tiene 13,5% vol.), con notas melosas y de cítricos confitados, y un paladar con bastante profundidad pese a la juventud del viñedo, bien delineado por la acidez. Se elaboraron 200 botellas de manera experimental en la cosecha 2017 y a partir de la añada 2018 se incorporó a la gama.
Otro elemento que caracteriza a los txakolis de Doniene Gorrondona es el dominio de la hondarrabi zuri (courbu blanc) frente a la convivencia creciente de esta variedad con la hondarrabi zuri zerratia (petit courbu) en los viñedos de Bizkaia. Aunque ambas variedades son de la misma familia, el comportamiento es diferente e Itziar considera que la hondarrubi zuri funciona mucho mejor en zonas costeras. La zerratia es más sensible al corrimiento y el viento del mar parece afectarla durante la floración. Por eso su presencia en los viñedos de la bodega no alcanza siquiera una hectárea.
“En Bizkaia, lo que más había era folle blanche y en Bakio dominaba la uva tinta”, recuerda la enóloga vasca. Según explica, la folle blanche da vinos de 8% vol. que se ajustan bastante a la descripción de los txakolis de antaño de graduaciones muy bajas, pero ha desaparecido prácticamente del viñedo de la provincia en las últimas tres décadas. La poca que tienen la utilizan en su espumoso (en torno al 20%) para aportar nervio y perfilar la acidez cítrica muy vertical que caracteriza a este vino.
La expresión de la hondarrabi zuri de costa hay que buscarlo en el txakoli con lías Doniene, el blanco de municipio que combina uvas de distintos viñedos de la localidad y que ofrece un interesante desarrollo en botella. Pude comparar cuatro añadas en una mini-vertical (2019, 2018, 2016 y 2014) y comprobar cómo con el tiempo se acentúan las notas salinas (muy marcadas en el 2014). Además de esa acidez madura y bien integrada característica de la casa, la variedad se expresa con notas balsámicas y herbáceas que van de los hinojos y anisados a recuerdos de laurel. Itziar constata que el trabajo con levaduras indígenas ha ampliado la expresión herbácea de la variedad. “Aún tenemos mucho que aprender de la fermentación con las levaduras de cada finca”, nos contaba.
Las uvas de suelos de mayor personalidad (perfil calcáreo, yeso rojo) se destinan a Ondarea, un blanco fermentado y criado en barrica durante tres a cuatro meses que sale al mercado con más de un año de botella. La cosecha 2017 en curso es amplia, equilibrada y vibrante, aún joven y con buen potencial de desarrollo en botella. Si la preferencia por las barricas usadas mantiene la presencia de la madera bajo control, la acidez deja claro el origen atlántico. Muy activos a la hora de explorar las posibilidades de la zona y sus variedades, Itziar confiesa que no le gusta sobrepasar “la barrera de que el producto no parezca txakoli”. El problema es que la percepción actual de lo que es o no el txakoli dista mucho de ser uniforme.
Otro de los vinos emblemáticos de esta casa es el tinto Gorrondona, que desde la añada 2018 se denomina simplemente Beltza (negro en euskera). Itziar lo lleva elaborando durante más de 20 años recogiendo la tradición de la relativa abundancia de cepas de uva tinta en la zona de Bakio. Empezaron utilizando los viejos emparrados del municipio, algunos centenarios, que, por desgracia, han ido desapareciendo paulatinamente. Desde la cosecha 2014 ya queda muy poca viña vieja en el ensamblaje y se surten sobre todo de un viñedo que plantaron junto a la bodega con material vegetal de parras viejas y de la parte de tinto plantada en Irimingorrieta. En la parcela se colaron algunas plantas de cabernet franc, lo que, en cierto modo, prueba la convivencia en la región de estas dos variedades que están emparentadas y que pertenecen a la misma familia que las cabernet sauvignon, merlot o carmenère. Según Wine Grapes, la cabernet franc es la progenitora de todas ellas, aunque en el caso de la hondarrabi beltza se desconoce la identidad del segundo progenitor.
Fue muy interesante poder hacer una mini-vertical de las cuatro últimas añadas del Beltza. Mi favorita fue la 2016 por el perfil atlántico del vino, los taninos sedosos y la complejidad aromática de trufa y tierra mojada que había desarrollado en botella. También aparecieron de manera recurrente notas herbales y de pedernal, sobre todo en las cosechas 2017 y 2019. Si la 2018 se desmarcaba con una madurez frutal algo alta, la 2019 se presentaba firme y con un futuro prometedor.
El nicho del txakoli tinto es realmente pequeño (solo ocho de las 428 hectáreas existentes en la denominación vizcaína están plantadas con hondarrabi beltza), pero no hay duda de que existe un contexto de tintos atlánticos al alza en España en el que podría y debería integrarse.
Según Itziar Insausti, el txakoli ha corrido mucho para hacer en pocos años el trabajo que a otras zonas les ha llevado mucho más tiempo. No hay duda de que la gran variedad de estilos que han surgido en poco tiempo puede desconcertar al consumidor y hacerle dudar sobre cuál es la identidad real del vino. En este contexto de ebullición y transformación, la prioridad de la bodega es mantener el nivel de calidad y tener los pies en el suelo. Su objetivo: “Hacer cosas diferentes, pero también reproducibles”.