Sandra Bravo ha aprendido muchas cosas desde que hizo su primera vendimia en Rioja en 2012, pero hay una que valora especialmente. “La gente de Villabuena me ha enseñado a vivir sin prisas. Cuando alquilé la bodega tenía que tener todo programado. Ahora me lo tomo con más calma. En este pueblo se te quita el estrés”, asegura esta enóloga nacida en Logroño y primera en su familia en dedicarse a la viticultura.
Volvió a Rioja después de siete años como responsable de viñedo en Priorat y de enriquecer su experiencia laboral en zonas vitícolas como Chianti o California. Con ese bagaje y la filosofía de vida aprendida de las gentes de Villabuena, Sandra ha ido dando forma a su proyecto Sierra de Toloño, primero con viñas alquiladas en Rivas de Tereso donde sigue elaborando Sierra de Toloño blanco y tinto, sus dos primeros —y tremendamente frescos y finos— vinos de pueblo a los que ha ido sumando otras 9,5 hectáreas de viñedo propio en este pueblo a 650 metros de altitud, a la sombra de las ruinas del monasterio de Santa María de Toloño, y en los alrededores de Villabuena.
“Quiero ir poco a poco pero hay oportunidades de compra que no las puedes dejar pasar”, explica Sandra, que tiene unas 20 parcelas, buena parte de ellas viejas. “Prefiero tener viñas en propiedad porque eso me permite llevarlas a mi manera y no depender de nadie aunque normalmente soy la última de la fila, pero a veces les caigo bien y me llaman”.
Fue más o menos lo que le ocurrió con las garnachas plantadas en 1944 con las que desde 2016 hace La Dula, uno de sus vinos de parcela. “Conocía la viña desde antes porque pasaba por allí a diario y finalmente el antiguo propietario, un vecino de Rivas, me la vendió en 2015”, cuenta Sandra, que dejó de labrar la viña y fue recuperando las filas que se arrancaron entre los años 80 y 90 para pasar con el tractor. Las injertó con material de la viña para evitar la planta de vivero y gradualmente ha visto como resurge de nuevo: “Es increíble ver la cantidad de flores y plantas que salen cuando dejas de echar herbicida. ¡Tengo hasta ajos silvestres!”.
Trabaja la viña como antiguamente y es su pequeño homenaje a los viticultores que plantaron aquella garnacha en la montaña, una variedad que antaño era mucho más habitual en la zona de la Sonsierra, hoy dominada por el tempranillo. “Es una pena que se perdiera. La garnacha necesita frescor y altura y aquí hay mucha agua subterránea que le va fenomenal y nunca sufre sequía. A veces sí que encuentras corrimiento y menos producción, pero eso también contribuye a que los granos estén más sueltos y las uvas tengan el verdadero sabor de la garnacha de aquí”, asegura Sandra.
Quizás por los años que pasó en Priorat o porque le gustan los retos, la garnacha es la variedad favorita de Sandra y con ella hace dos vinos. La Dula fermenta y se cría en tinajas, algo tan poco habitual en Rioja que cuando las trajo a la bodega, tenía a los vecinos de Villabuena en la barandilla viendo como las descubaba. Para ella no es una moda sino que en las tinajas controla mejor la crianza que en barrica y cree que es el recipiente más adecuado para preservar la delicadeza y las notas florales de la garnacha. “He probado a tenerla en inoxidable, pero en las tinajas la garnacha respira y se redondea. Al final cada uno tenemos que encontrar un traje a medida para nuestras viñas”, asegura.
Acaba de sacar al mercado la primera añada (2018) de La Dula Viñas de Altura, una deliciosa garnacha, pura frescura y disfrute, que elabora con uvas compradas de cuatro parcelas de viñas viejas en Rivas que espera mantener por mucho tiempo, porque es difícil encontrar garnacha vieja por esta zona. Como La Dula, que está un poco más abajo, las viñas están plantadas en suelos de arcilla blanca de origen calcáreo, proveniente de sedimentos de la montaña. En el caso de Viñas de Altura, fermenta la uva despalillada en tinos de 1.200 litros y después redondea la crianza en las tinajas.
Para Sandra, es el tipo de garnacha de montaña que quiere hacer y que le gusta beber. “Es quizás algo arriesgado, pero yo busco que sea un vino mineral, muy sutil, muy etéreo, que represente la zona de la que viene”, explica. “No sangro la uva para concentrar; tal cual viene de la viña la vinifico aunque en zonas frescas como Rivas tienes que tener cuidado con los taninos, que no se te cuelen trozos de raspón y ser muy suave con todo. La clave está en esperar y vendimiarla en su punto; si la dejas puede estar demasiado alcohólica”.
Bajando unos metros por la ladera de La Dula se llega a Camino de Santa Cruz, una viña arrendada donde elabora un tempranillo de parcela y de donde también coge la viura de la cabezada para Sierra de Toloño, su blanco de pueblo. Tanto aquí como en La Dula, el viento sopla sin descanso ayudando a mantener la uva aireada y la botrytis a raya. Las viñas están rodeadas de un paisaje de bosque verde, ramilletes de romero y lavanda y parcelas de cereal, con el monasterio al norte y vistas amplias e ininterrumpidas hasta el castillo de San Vicente hacia el sur. “Esta biodiversidad que nos rodea también es importante para la viña. Me cuesta explicar con palabras la energía y la magia que hay en este lugar pero intento que mis vinos la expresen”, confiesa Sandra, que no labra las viñas viejas y solo usa cola de caballo como fungicida y azufre para el oidio.
Camino de Santa Cruz, que antes se llamaba Rivas de Tereso, es su primer vino de parcela. La elaboración es sencilla: fermenta en tinajas durante casi un mes y se cría en barricas neutras de 500 litros durante unos 10 meses para redondear los taninos. Según Sandra, refleja muy bien el potencial de la zona.
“El viñedo está en una lengua de lastra de piedra más elevada que aporta un extra de mineralidad. Sierra de Toloño, el vino de pueblo de esta misma zona, es pura frescura mientras que este es más profundo, con notas de hierbas aromáticas, bosque mediterráneo y mucha progresión”. Para ella es muy importante conocer el sabor de cada viña cuando llega la época de maduración. “Hay viñas que las pruebas y no saben a nada, quizás porque están muy regadas. Tendrán todos los parámetros correctos de azúcar, tanino y color pero les falta el sabor”.
Cree que la cosecha 2019 será excelente, al menos en su casa. “No ha habido problemas durante el año y las lluvias han caído cuando tocaba,” asegura Sandra, que suele vendimiar en Rivas en octubre. Hay menos cantidad, pero como esa no es su guerra, está muy contenta con la calidad. “Yo firmaba para que todos los años fueran como este”.
Estos buenos augurios se apoyan también en su decisión de podar en abril, una tarea que muchos viticultores en Rioja la tienen marcada en el calendario para después de Reyes. “Las heladas tardías de primavera han aumentado la frecuencia y son un problema en toda Europa; lo vi también en el Loira hace unos meses”, concluye. “Mis vecinos de Rivas me decían que estaba loca al podar tan tarde, pero luego ven que me he librado de la helada este año y yo les digo que ellos también pueden, aunque no lo harán porque el arraigo de las costumbres como la fecha de poda o la última labrada de la hierba pesa mucho y creen que cambiarlas es trabajar mal”. ¿Y no se retrasa el ciclo vegetativo al podar tan tarde? “Quizás algo sí, pero tampoco es problema. La gente de aquí dice que vale más un día de octubre que una semana de septiembre, y es verdad porque hay más contraste de temperaturas y las noches son más frías”, explica Sandra.
En Villabuena, a casi 500 metros de altitud, normalmente vendimia un par de semanas antes que en Rivas, algo que le viene bien para escalonar el trabajo tanto en el campo como en la bodega. Igual que en la montaña, tiene viñas arrendadas y en propiedad, con las que elabora un vino de pueblo y dos de parcela, aunque ni estos vinos ni los cinco de Rivas está en la nueva clasificación aprobada por el Consejo Regulador.
“Yo, desde que empecé, explico que hago vinos artesanos de pueblo y de parcela. Quizás a las bodegas grandes les venga bien esa clasificación pero en mis viñedos ya se ve de dónde proviene todo”, razona Sandra. “Además, me parece absurdo que la bodega deba estar donde están los viñedos y como tengo la bodega en Villabuena, no podría hacer vino de Rivas de Tereso. ¿Para qué me voy a meter en la clasificación con unos vinos sí y con otros no? Solo me supondría más papeleo”.
¿Se siente representada por el Consejo? “A mí me parece que están alejados de lo que hago. Yo me limito a ir allí y hacer el papeleo, pero es una burocracia muy estricta que no ayuda a la gente”, concluye Sandra, que prefiere ir a su aire y aprovechar el tiempo en la bodega o recuperando las últimas viñas que ha comprado.
Una de ellas está en Samaniego y tiene cepas de tempranillo, viura, garnacha tinta y blanca de casi 80 años entre olivos en terrazas. “Cuando la cogí en 2016 estaba llena de romero y casi ni se veían las cepas. Es muy placentero ver cómo nacen flores y vida con el paso del tiempo pero recuperar un viñedo es un objetivo a muy largo plazo. Esta viña es como tener la planta origen y sé que gracias a ella voy a poder reproducir el sabor de aquí aunque tendrán que pasar tres años más para que empiece a dar grandes uvas”, calcula Sandra, que además se enfrenta a una cosecha muy pequeña porque el año pasado hizo una poda demasiado corta. ”Yo, en ese sentido, voy probando lo que me dicen viticultores como Enrique [dueño de viñas y de la bodega que alquila] y Ramón [propietario de las viñas de Rivas] que son los que saben. Al final se trata de ir conociendo cada viña y ver qué es lo que le sienta bien, pero tienen que pasar años hasta que la entiendas. Es como los vinos, que con el tiempo vas cogiendo su punto y su equilibrio”
La otra viña que ha comprado está en Villabuena y tiene unos 100 años. “No le echaban herbicida así que con lo que llueve aquí y pasando la desbrozadora una vez al año se controla bien. Realmente esto de labrar tanto es un tema estético porque la viña no lo necesita”, razona Sandra, mirando a una finca vecina con charcos entre las cepas. “Es mejor dejar un poco de hierba que tener barro, que crea problemas para entrar a trabajar en la viña pudiendo incluso retrasar la vendimia y además es un foco de hongos”.
La viña de Villabuena, con unas vistas imponentes de la sierra, se asienta en una ligera pendiente sobre lastras de piedra visibles en la superficie. “A esta parcela le llamo El Coster, porque me recuerda al Priorat”, dice Sandra, cuya pareja es José Mas, enólogo de Costers del Priorat. “Si estuviera más cerca haría vino allí, aunque no con José, porque somos incompatibles para trabajar juntos,” dice entre risas. “A mí el Priorat me ha influido muchísimo”.
De El Coster, la viña de Samaniego y otras tres micro-parcelas con viña muy vieja en Villabuena hace sus vinos Nahi Blanco y Nahi Tinto, que a partir de la añada 2018 pasarán a llamarse Nahikun (deseo, en euskera). “Eran fincas que todo el mundo me decía 'pero ¿qué estás haciendo?, ¿cómo coges eso?' y de ahí el nombre. Es algo muy personal, por lo que he luchado mucho. Además, a los vinos de Villabuena me apetecía ponerles un nombre en euskera.”
Nahi blanco es una mezcla de rojal, calagraño, viura, malvasía y garnacha blanca. Lo fermenta en barricas de 500 litros con las lías para darle volumen y lo deja allí unos ocho meses pero intenta evitar notas de vainilla y madera para que mantenga el frescor. “Para mí los vinos de Villabuena son más calmados, tienen el carácter de la gente de Villabuena. Por contra, las viñas de Rivas son como caballos salvajes y los vinos también son más extremos”, apunta Sandra, que sacará unas 1.000 botellas de la añada 2018.
El tinto es mayoritariamente tempranillo pero con algo de graciano, mazuelo y garnacha. Lo fermenta en barrica abierta y lo cría durante casi un año en madera de 225 litros, porque embotella solo un par de barricas. “Al tener tan poco rendimiento es puro polifenol, color, tanino y acidez pero tengo que ir trabajando la viña para controlar esa concentración y estructura,” explica Sandra, que despalilla toda la uva que entra en su bodega y solo compra barricas y tinos nuevos que ella misma envina a conciencia antes de criar sus vinos. El cemento lo utiliza para homogeneizar y reposar los tintos antes de embotellarlos, que tampoco filtra ni clarifica.
Raposo es el nombre de su vino de pueblo y proviene de dos parcelas sobre suelos calcáreos. La más joven tiene 60 años y ambas están plantadas con tempranillo y alrededor de un 5% graciano. “A los de Villabuena antiguamente les llamaban raposos y este vino para mí representa el carácter calmado de la gente de aquí. Además tiene el sabor del tempranillo de Rioja Alavesa, fresco y con buena fruta roja. La estructura espero afinarla con el tiempo.”
Perfeccionista por naturaleza, Sandra está contenta con su progresión —desde nuestra visita en 2015 ha sacado al mercado seis vinos más— pero cree que lo puede hacer mucho mejor, sobre todo en el viñedo, y hasta agradece las críticas porque hacen que no se relaje. “Cuando me quedé embarazada hubo mucha gente, incluso de mi edad, que me decía que no iba a poder llevar las dos cosas. Ante eso me crecí, hice mi mejor añada hasta el momento (2018) y vendí más que ningún año”, cuenta orgullosa.
Ese año también llamó la atención del crítico Tim Atkin, que la nombró mejor enóloga joven en su informe sobre Rioja publicado en 2019. Sandra, que le gusta pasar desapercibida y se autodefine como “ermitaña”, no se esperaba ese reconocimiento.
“De repente, empezaron a aparecer amigos por todas partes, incluso de bodegas muy reconocidas, que querían saber qué hago, como si hubiera una fórmula pero lo cierto es que, aparte de ponerle corazón y pasión, en la bodega cada vez lo hago todo más sencillo,” explica Sandra, miembro de los Rioja ’n’ Roll. “Igual sí que tengo un buen instinto para los viñedos, pero con el tiempo me he dado cuenta de que el factor humano es el 80% porque una misma viña llevada por otra persona puede ser totalmente diferente. Es cuestión de entender la viña, de tener sensibilidad, de que no te importe perder vino cuando trasiegas. La expresión de la viña en gran medida es la expresión de quien la cultiva y la cuida.”
Lo que le hastía es que definan su vino como femenino. “Yo prefiero ser invisible y que los vinos hablen y expresen el trabajo y la pasión que pongo en hacerlos pero me horroriza que me clasifiquen por género. Yo quiero jugar en la misma división que los demás y que hablen de mis vinos.” Se queja, y con razón, por esa condescendencia que todavía sufren muchas mujeres en este sector. “Estuve este año sopesando comprar una viña y me dice el propietario, 'lo consultas con tu marido y ya me dirás'. Y le dije, ¡cómo a mi marido, si la que pone el dinero y la trabaja soy yo!. Tendré 60 años y todavía me lo seguirán diciendo.”
Así como tener viñas en propiedad es importante para ella, de momento está muy a gusto de alquiler en la bodega de Enrique, el viticultor que le ayuda con algunas tareas del campo en Villabuena. Se está haciendo una pequeña oficina en la bodega y va poco a poco pintándola cuando saca tiempo, pero su objetivo es pasar más tiempo en las viñas, conociendo bien lo que necesitan y seguir afinando y buscando el sabor de sus vinos. “Tengo una cosa en la cabeza para hacer esta vendimia”, confiesa Sandra. “No quiero decirte mucho más por si se gafa, pero me gustaría hacer un vino parecido a la garnacha de altura.”