Francisco Barona tiene las manos grandes y rudas de haber trabajado en el campo desde que era un chaval. Se ha dejado la piel en los viñedos de su familia en Ribera del Duero; luego en los de Château Pavie-Macquin en Saint Émilion y ahora en los suyos propios: 32 hectáreas de cepas muy viejas repartidas entre Roa, Anguix, La Horra, La Aguilera y Pedrosa de Duero, municipios de la vertiente burgalesa de la denominación.
No tiene bodega porque se lo ha gastado todo en la viña y no ha dudado en endeudarse para hacerse con algunas parcelas soñadas: “Tener viñas buenas solo pasa una vez en la vida”, asegura.
Nacido en Roa en 1984, Francisco Barona se describe a sí mismo como el hijo de un viticultor humilde. Su padre trabajó y mantuvo las viñas heredadas de su padre y no plantó las suyas propias hasta principios de los noventa, cuando los poderosos tintos de la región empezaron a medirse de tú a tú con los mejores vinos riojanos.
Con 15 años, Francisco ya era un joven fuerte, con la energía y la corpulencia necesaria para trabajar en el campo. De hecho, le resultaba más fácil subirse al tractor que hincar codos delante de los libros. En los Gabrielistas de Aranda, donde cursó el Bachillerato, se le consideraba un mal estudiante; aprobó a cambio de labrar las viñas de los frailes. Es lógico que no se presentara a la selectividad y que prefiriera cursar una Formación Profesional de Enología en Logroño. “Saqué la mejor nota de la clase -recuerda-, pero no le di ningún valor”.
Por suerte, los astros se aliaron para enderezar su carrera. Pasó en Alonso del Yerro, la bodega en la que su padre hacía los trabajos de campo y en la que Gonzalo Iturriaga, actual director técnico de Vega Sicilia, trabajó como enólogo. Iturriaga le recomendó seguir estudiando en Burdeos, le consiguieron trabajo en Château Pavie-Macquin (compartían a Stephan Derenoncourt como asesor) y al poco tiempo se encontró cursando un BTS (un ciclo formativo de grado superior) en Blanquefort. El primer trimestre no le puntuaron porque no dominaba el idioma, pero para el segundo ya era el número dos de su clase. De ahí dio el salto a la universidad. Para dejar de ser mal estudiante solo necesitó descubrir lo que le gustaba.
Tras algunas experiencias en California y Sudáfrica, volvió a Ribera “con 24 años, sin demasiada idea”, un trabajo de enólogo en Dominio de Basconcillos y el sueño de llegar a hacer su propio vino.
Su primer viñedo fue una parcela abandonada del Pago de Valtarreña de suelos franco-arenosos que pertenecía a su tía Carmen y que plantó su bisabuelo en 1908. Tardó tres años en comprarla y devolverle la vida. Ahora sabe que sus uvas dan “vinos finos, pero con buena estructura y opulencia”.
La joya de su proyecto, sin embargo, son las parcelas cultivadas a los pies de la cuesta de Manvirgo (ver foto superior), como se conoce al imponente y solitario cerro que se alza entre Roa, Anguix, Quintanamanvirgo y Boada de Roa, con una privilegiada vista de 360 grados sobre el valle del Duero. Su silueta aparece también de forma muy discreta en las etiquetas sobrias y minimalistas de sus vinos.
“La montaña desvía las tormentas -explica Barona-; aquí no hiela ni apedrea. Los vinos son muy verticales y con gran mineralidad”.
Su vino central, Francisco Barona (16.000 botellas, unos 30 €), elaborado por primera vez en la cosecha 2014, es la suma de distintos pueblos y parcelas: además del sello de Manvirgo, Barona describe las notas florales y de violetas de La Aguilera, la mineralidad de los suelos calizos de Anguix, o la elegancia y carácter evocador, con notas que “casi se acercan a la manzanilla”, de los suelos de arena y canto rodado que en la zona se conocen como “cascajillo”. En estilo, su ribera (probé la añada 2016) tiene un corte mucho más fresco y persistente que la media, sin perder por ello amplitud y firmeza en boca.
A este vino apenas destina una pequeña parte de las viñas que cultiva, ya que Barona vende uvas a conocidas bodegas de la denominación como Vega Sicilia, Aalto, Arzuaga, Capellanes o Tomás Postigo.
Las Dueñas (unas 1.000 botellas, 48 €) es un tinto de una parcela plantada en 1928 en Anguix sobre suelos arcillo-arenosos y con una base de roca caliza que asoma a 50 centímetros de la superficie. El sabor “totalmente diferente” de las uvas y los racimos muy sueltos que permitían elaborar con raspón le llevaron a elaborarlo por separado. Pese a ser un 2014 se muestra más entero y firme, la acidez es superior y pide más tiempo en botella.
Parte del perfil más fresco de los vinos de Barona se debe a la inclusión en el coupage de variedades minoritarias que se cultivan en los viñedos viejos junto a la tinto fino; sobre todo bobal (uvas muy jugosas y con un hollejo más fino de lo que cabría esperar de esta variedad), garnacha, monastrell y las blancas jaén y albillo. Su presencia también contribuye a bajar de forma natural el pH elevado que caracteriza a la tempranillo de la Ribera del Duero.
“Trabajo las viñas como se hacía antes”, explica Francisco Barona. “La única diferencia es que recorro las parcelas y tiro al suelo los racimos que no están bien”.
Junto al cultivo ecológico, su credo particular incluye no despuntar (el corte de las puntas de las ramas donde están las hojas más jóvenes) y que los racimos maduren a la sombra. “Es importante no despuntar porque al hacerlo produces una herida en la planta y le generas estrés”, explica. “Para seguir madurando, la cepa tiene que quemar ácido y si además expones los racimos al sol con la pérdida adicional de acidez que eso supone, la maduración se ralentiza notablemente”.
La cepa, por otro lado, se construye desde la poda sacando los brazos hacia fuera “y dejando el corazón limpio para que haya aireación”, tal y como se puede apreciar en la foto número 4. “Las pieles son finas cuando las uvas maduran a la sombra”, insiste Barona-. “Si les da el sol se hacen gordas y pierden aromas. A la sombra se preservan mejor los sabores de fruta roja y la acidez”.
Otra consecuencia de no despuntar es que no se puede trabajar con tractor (se romperían los brotes que se quieren preservar). De modo que todos los trabajos se realizan de manera artesanal y los tratamientos con mochila.
“Mi padre, que es un viticultor de espaldera, me dice que estoy loco, y mi mujer también”. Aunque no le gusta contarlo, Francisco Barona está casado con Beatriz Rodero, enóloga y segunda generación de Bodegas Rodero en Pedrosa de Duero, en cuyas instalaciones elabora de momento Francisco. Se conocieron estudiando enología en Burdeos y hoy tienen dos hijos y una familia que vive el vino casi las 24 horas del día.
Pero este romántico que va a contracorriente tiene muy claro que “no se pueden hacer buenos vinos con uvas que no saben a nada”. Debo decir que todas las que comí en una preciosa tarde de septiembre mientras recorríamos sus viñedos estaban deliciosas.
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