Willy Pérez cuenta que se crió encima de una bota de Jerez. Su bisabuelo y tatarabuelo fueron capataces de González Byass, su abuelo tenía una bodega de almacenista y viñedo en Balbaína y su padre, el catedrático de enología Luis Pérez, fue director técnico de Domecq, uno de los grandes nombres de la historia de Jerez.
A pesar de este pedigrí, Willy no sintió el Jerez hasta leer de madrugada en la cama un viejo libro escrito en 1834. En él, el agrónomo escocés y padre de la viticultura australiana James Busby narra su encuentro con Pedro Domecq. Desde la finca El Majuelo en Macharnudo, Domecq le explica todo sobre el viñedo: los tipos de suelo, la poda, las fermentaciones, cuantas veces había hipotecado El Majuelo para seguir comprando tierras…
Willy, que había crecido con la imagen de que Jerez era más un destilado que un vino, decidió que si lo que contaba Pedro Domecq era cierto, él quería recuperar ese Jerez.
“Me di cuenta al leer el libro que Domecq era un tipo genial, inteligentísimo. Estaba encima de la viña y lo sabía todo de ella. Entonces pensé, ¿qué ha pasado en Jerez? Y yo, que soy muy sentimental, me puse a llorar. Al día siguiente decidí consagrar mi vida al Jerez o por lo menos a recuperar esta interpretación de Jerez. Ahí empieza la obsesión con los libros y con aprenderlo todo,” explica.
Un par de años antes de ese momento eureka, Willy se fue a Australia a aprender a trabajar la shiraz junto con su amigo y compañero de universidad, Ramiro Ibáñez. La idea de Willy, quien por entonces tenía 25 años, era poder aplicar lo aprendido en McLaren Vale —una zona con unas condiciones de temperatura, lluvia y distancia al mar muy parecidas a Jerez— en Bodegas Luis Pérez, la finca familiar de Vistahermosa a las afueras de Jerez. Allí comenzaron en 2002 plantando variedades internacionales, que era lo que se llevaba en aquella época.
“La historia era completamente opuesta a lo que yo creía. Me fui a Australia intentando entender Jerez y la shiraz y resulta que alguien había venido aquí hacía 200 años, estudiado las técnicas y las había adaptado,” explica Willy. “De hecho, el Ministerio de Agricultura australiano conserva una colección de plantas de tintilla y palomino de donde un día me gustaría coger alguna”.
Aunque continúan con las variedades internacionales que plantaron en Vistahermosa —sus populares tintos de pago Garum y Samaruco son los que aportan el sustento económico— Bodegas Luis Pérez es conocida por su trabajo con variedades autóctonas. De las 30 hectáreas que han plantado recientemente en la finca El Corregidor, en el pago Carrascal, una buena parte son tintilla, apta para climas cálidos por su alta acidez, y el resto pedro ximénez, muy escasa en Jerez, y alguna prefiloxérica (cañocazo y vijiriega). Estas nuevas plantas se suman a las 30 hectáreas de palomino de jerez que ya tenía la finca.
Además de hacer selección masal de sus mejores viñas, la preocupación por el cambio climático les ha llevado a hibridar variedades: tintilla con uva rey, tintilla y palomino o palomino sobre palomino, buscando nuevas semillas. “Estamos intentando llevar la acidez de la tintilla a la palomino. Evidentemente ya no se llamará palomino, se llamará de otra manera, pero a mí me da igual”, asegura Willy, que no comparte la idea de que todas las variedades antiguas son mejores. “Es un trabajo que no corre prisa; tengo toda mi vida para hacerlo pero tenemos que dejar una herencia, igual que los antiguos”.
Aunque la certificación oficial no les preocupa, tener el viñedo en ecológico y saneado también es fundamental para Bodegas Luis Pérez. El Corregidor, la histórica finca de Sandeman a unos 18km de la costa que en 2004 pasó a manos de Ruiz-Mateos y desde 2013 es propiedad de la familia Pérez, acaba de hacer el tránsito. Al entrar Rumasa en concurso, la viña se podó en moflete, una técnica que se aplica normalmente antes de arrancarla y que consiste en dejar salir el mayor número de yemas posible para reducir el rendimiento.
Cuando los Pérez se instalaron en El Corregidor, se dio forma al viñedo con la poda tradicional de vara y pulgar y se recuperó el rendimiento de 5.000-6.000 kg/Ha, perfecto para la idea que Willy tenía en mente para La Barajuela: hacer vinos de pago y añada sin fortificar en los que el terruño y la crianza fueran a la par.
Ahora El Corregidor está dividido en parcelas, que se vinifican y elaboran por separado y que en un futuro tendrán distinto nombre. En un cerro de albariza muy pura que rodea la casa de viña está La Barajuela, donde los racimos se recogen uno a uno dando hasta 14 pases, como ocurrió en la vendimia de 2017, que duró 50 días. El nombre de Barajuela se refiere al tipo de albariza, una tosca laminada muy liviana que se asemeja a una baraja de cartas.
Es un trabajo para el que se requiere mucha mano de obra —70 personas trabajaron en la cosecha anterior, incluidos 11 becarios que controlaron las fermentaciones de cada bota— pero les permite hilar muy fino.
“Si la cepa tiene cinco-seis racimos, los pases se dividen en cinco grupos. El primero es un aclareo de racimos que utilizamos para hacer un brandy y para corregir la acidez de forma natural de ciertas partes de las vendimias más tardías; el segundo es para el blanco (El Muelle de Olaso); el tercero para el fino La Barajuela; el cuarto para el oloroso y el quinto para la raya, en la última etapa de la maduración. Y no es que de esta línea de cepas salga el fino y de aquella el oloroso, sino que vamos catando la uva y decidiendo. Es un galimatías horroroso,” asegura Willy, mientras nos ofrece un caudal de información sobre suelos, historia y vinos de Jerez.
El Corregidor aún mantiene intactos 10 lagares abiertos similares a los que se ven en el Douro y en los que se hacía —y se hace— la pisa tradicional. Según Willy, una bodega grande como Sandeman podía llenar unas 150-180 botas al año. Cada trabajador vendimiaba al día una carretada (690 kilos), exactamente la capacidad del lagar. La uva se recogía en 60 canastas de unos 11,5kg cada una y se llevaba al almijar donde se volcaba en 60 esteras o redores de esparto y se le daba asoleo durante siete-ocho horas para el fino y hasta 48 para oloroso. Tras el asoleo —técnica complicada pero habitual en Jerez hasta los años 70 con la que se intentaba sustituir la fortificación— la uva se pisaba en los lagares antes de llenar las botas para la fermentación con el mosto sin desfangar y sin control de temperatura. La elaboración de La Barajuela es, hoy en día, esencialmente la misma.
Las botas, que se llenan en función de la intensidad biológica que marque la añada para que nunca se note más que el terruño, ahora se guardan en Vistahermosa, pero en breve preven construir una bodega subterránea para hacer la pisa, fermentación y almacenaje de todos sus vinos de Jerez en El Corregidor.
Esa futura bodega será también el lugar de transformación de las uvas que se recojan en La Escribana y San Cayetano, dos fincas con un cortijo en ruinas que la familia Pérez acaba de comprar en el cerro de Valcargado, en Macharnudo, el legendario pago de albariza pura que los árabes llamaron así (machar es caserío y nudo es desnudo) porque en él solo prosperaba la vid.
Se las compraron a uno de los pocos viticultores independientes que quedan en Macharnudo, un lugar que debe su fama a Domecq, la bodega pionera en llamar a sus vinos por el pago y que en su día fue propietaria de grandes viñas en la Milla de Oro de Jerez como El Majuelo, La Riva o El Santo, el punto más alto de Jerez a 136 metros. Aunque los grandes propietarios de la zona ahora son Estévez y Fundador, Willy es consciente del valor histórico del lugar: “Se me ponen los pelos como escarpias sabiendo lo cerca que estamos del Castillo de Macharnudo”, dice.
Comparado con otras zonas vinícolas, la altura en Jerez puede parecer ridícula pero es un elemento clave en el suelo. Las diatomeas, esos restos fósiles de caparazones huecos con gran retención de agua y permeabilidad, son más abundantes en los cerros y zonas altas como Macharnudo y ayudan a la cepa a madurar sin estresarse, dando vinos concentrados y aptos para la guarda. Las zonas bajas, con suelos más oscuros, dan vinos más afrutados y de consumo más rápido.
Uno de los próximos proyectos de Willy es hacer un estudio en Macharnudo con georadar para determinar qué hay en esos suelos y aplicar ese conocimiento a los vinos. “A mí de nada me sirve saber que esto es una albariza de barajuela o que la base del pago Tizón es marga yesífera si no sé qué tipo de expresión dan en la boca o qué vinos se hicieron allí históricamente. Eso es importantísimo para mí. En El Corregidor se llevaba al extremo la madurez y esa carga histórica que yo he heredado debe ser respetada”, asegura.
Tiene claro que no todo lo que se hizo en el pasado fue mejor y no se cierra a la innovación, pero Willy, nacido en 1981, es consciente de que ni él ni otros nombres que suenan ahora en el Marco están haciendo nada nuevo.
“Uno de los males de las generaciones que nacemos al calor de las crisis es el adanismo, el creer que lo que tú estás haciendo no se ha hecho antes. En Jerez todo se ha hecho antes: espumosos, tintos, brandies, vinos dulces, secos, olorosos, con y sin velo de flor, con uvas botritizadas, de vendimia tardía… Ahora no hay una generación joven que esté cambiando las cosas. A finales del siglo XIX, ese movimiento estuvo liderado por el Conde de Aldama, el Marqués de Casa Domecq y Gumersindo Fernández de la Rosa. Se dieron cuenta de que los vinos de Jerez se estaban haciendo en bodega y que debían volver a la albariza,” afirma Willy, quien siempre ha defendido que la crianza biológica solo debe ser una técnica para afinar y no el objetivo del vino en sí. De ahí su ya famosa frase 'Menos velo y más suelo’.
El interés por desgranar la historia de los vinos y los suelos de Jerez lo comparte con Ramiro Ibáñez, con quien lleva años escribiendo Los Sobrinos de Haurie, un libro para el que aún no tienen fecha de publicación pero que saldrá en castellano e inglés.
Entre los dos se han pateado todos los pagos más importantes del Marco, finca por finca, para dibujarlos y describir los tipos de suelos, alturas y distancia al mar, han rastreado archivos de bodegas para contar la historia de las fincas, y se han gastado el sueldo en comprar botellas viejas de los vinos que en ellas se hacían. Los afortunados que asistimos a su cata de Vinoble este año ya pudimos ver un atisbo del metódico y exhaustivo trabajo que han realizado, pero de momento hay que conformarse con el primer capítulo del libro.
Además de en Los Sobrinos de Haurie, Willy y Ramiro colaboran en De La Riva, un proyecto conjunto con el que buscan recuperar vinificaciones antiguas, de viña determinadas y con una coherencia histórica. “Aquí tenemos una apertura mental completa”, comenta Willy. “En Jerez se han hecho grandísimos vinos, aunque sean fortificados, y la idea es no cerrarse al tipo de vinos que hacemos nosotros”.
De momento han elaborado cuatro vinos: el blanco, proveniente de uvas compradas en la viña El Notario, en Macharnudo Alto, y asoleado durante unas horas para favorecer el estilo de vinos estructurados que hacía en su día la bodega; el fino, de Balbaína Alta, con unos 10 años de crianza en criaderas y soleras y una sola saca anual; el oloroso viejísimo, de Balbaína Baja, que Willy describe como “un cuchillo” a pesar de haber estado envejeciendo en una bodega jerezana, donde se supone que los vinos se ponen más gordos, y el moscatel, que según Willy, “es un vino dulce único en el Marco”. Ahora tienen una solera de un oloroso muy viejo que rocían con vino de la misma finca y van comprando poco a poco solerajes con la intención de que sobrevivan. “Es un proyecto para divertirnos y por hacer cosas juntos”, explica Willy.
En la bodega familiar también trabaja en elaboraciones nuevas. Con unas botas que contienen vino de las parcelas del Corregidor quiere sacar un vino que esté entre su blanco El Muelle de Olaso y el Fino La Barajuela. De la finca El Caribe, en Añina, donde su abuelo era capataz, saldrá en breve un vino muy especial, que Willy define como “blanco de crianza oxidativa”. Nace de una albariza muy fina, con vocación de fino, pero en la añada 2016, dominada por el levante, el vino se concentró mucho y se convirtió en oloroso. Tiene las notas típicas de cacao y frutos secos de un oloroso pero también una sensación de salinidad y brea en nariz que, según Willy, es típica de la parcela El Caribe.
Ante esta paleta aromática de la palomino, se desmorona la frase tantas veces repetida de que la palomino carece de personalidad. “Es que si sacas 15.000kg de una chardonnay, como se hace aquí con muchos palominos, tampoco tendrás personalidad”, confirma Willy. “Lo que hay que entender es que aunque no tenga mucha fruta ni muchos terpenos, la palomino es una chimenea de las sensaciones calcáreas, pero es necesario trabajar mucho para obtener esa salinidad”.