Victoria Torres es una de esas personas que parecen tener una conexión especial con el lugar de donde provienen. Sonriente y reflexiva, esta mujer de rasgos exóticos, carácter tenaz y mirada cálida es la punta de lanza de los vinos de calidad de La Palma, una isla de volcanes, orografía abrupta, paisajes cautivadores, vegetación a merced del viento y el océano omnipresente donde las estrellas brillan con una intensidad especial.
Su base es Fuencaliente, en el sur de la isla, una zona a los pies del volcán del Teneguía cuya economía actual se basa en el turismo, los plátanos y la vid, un orden que la vida moderna ha impuesto con el paso de los años. Allí vive y tiene su pequeña bodega, un edificio construido por su antepasados que ha experimentado varias ampliaciones. La última, hace unos 20 años, la llevó a cabo su padre, Juan Matías Torres. “La necesidad de adaptarse a la normativa al entrar en la DO [establecida en 1994] hizo que comprara una prensa horizontal y depósitos de acero inoxidable. Por esta razón los vinos blancos dejaron de prensarse en el lagar y pasaron de hacerse en castaño a acero inoxidable”, explica Victoria (Vicky), quinta generación de los Torres.
Ella ha recuperado el lagar de pino de tea, que data de 1885. Le sirve para prensar tres de las variedades autóctonas con las que trabaja —malvasía, diego (también llamada bujariego o vijariego blanco) y negramoll— y ha introducido el hormigón: “Busco pureza y expresión de variedad. Me gusta porque no es tan estanco como el acero inoxidable. Además es una maravilla en cuanto a eficiencia energética,” asegura Vicky.
También trabaja con damajuanas (“para ver el efecto del velo de flor. Aquí a veces ocurre de forma natural y espontánea”), alguna barrica nueva de roble francés y viejas botas jerezanas que su padre trajo de Chiclana y que las utiliza para la negramoll, la variedad tinta que más cultiva. Comprar castaño fue una decision emocional. “Mi padre acababa de fallecer y yo sentí la necesidad de recuperar parte de la tradición”, confiesa Vicky. “Después me arrepentí un poco de ese impulso, pero ahora estoy contenta con el resultado. Me ha servido para entender que las cosas necesitan su tiempo, no el que le marcamos nosotros”.
La pérdida de su padre en 2015 fue un duro golpe emocional que le obligó a enfrentarse al reto de gestionar Matías i Torres en solitario y superar sus inseguridades. “Por naturaleza dudo mucho de lo que hago y tengo que vivir con eso. Todavía estoy en una transición de mi padre a mi estilo”, confiesa. Autodidacta y sin estudios de enología, Vicky se introdujo en el mundo del vino en 2009 de una manera poco convencional.
“Yo ayudaba a mi padre en la bodega, pero el campo era cosa suya. Unos alemanes en el norte de La Palma buscaban una persona joven que cuidara de sus viñas viejas en ecológico. Mi padre fue a verlas y desechó la idea pero a mí me pareció una buena forma de aprender así que, en secreto, arrendé la viña y durante casi tres años, iba y venía desde el sur”. Son apenas 50 kilómetros pero en las estrechas carreteras de la isla, el trayecto se puede prolongar durante casi hora y media; sumado al trabajo en la viña, Vicky acababa agotada. “Había días que me llevaba la tienda de campaña y dormía allí”, recuerda. Cuando su padre se enteró, se lo tomó con una mezcla de incredulidad y orgullo. “Las mujeres aquí tenemos que ganarnos el respeto”.
Cuando Vicky comenzó a trabajar en Matías i Torres, su padre hacía un tinto de negramoll, la impresionante malvasía naturalmente dulce que hoy continúa elaborando como él y un monovarietal de listán blanco de Las Machuqueras, una de sus viñas más queridas de la que ella elabora un vino de parcela. “Él no lo ponía en la etiqueta, solo ponía blanco. Era una variedad muy denostada y era un handicap para vender el vino. Esto de no especificar se hace mucho en Canarias”, se lamenta.
En una zona en la que la filoxera nunca llegó, con un viñedo tan único y especial y tantas variedades autóctonas e inexistentes en otros lugares, es descorazonador ver que buena parte de la producción se diluye y maquilla con notas afrutadas y semi-dulces o de madera para el consumo local y de turistas. “Yo recuerdo ir a restaurantes de prestigio aquí en los que me decían que mi listán prieto no se parecía a los vinos de Rioja y Ribera. En Canarias la vara de medir sigue siendo esa”, dice con tristeza.
Otra cosa que le apena a Vicky es la falta de conciencia hacia lo rural en una isla que ostenta el título de Reserva de la Biosfera. “No se valora realmente lo que tenemos y se vive de espaldas al entorno. La gente ha perdido el conocimiento de como manejar el viñedo y el bosque”.
Vicky recuerda el incendio de 2009 que arrasó 2.700 hectáreas al sur de la isla. “Tuvimos que dejarlo todo e irnos a la costa. Mi padre salió en un coche, mi madre en otro y yo en otro. Cuando cerré la puerta del garaje, el fuego estaba en la puerta de la casa. Me puedo imaginar que fue la noche más larga de la vida de mi padre; tener que dejarlo todo sin poder defenderlo y la espera posterior, a ver qué pasa. Había vientos de más de 60 km/h, mucho calor, y se quemaron 144 edificios. Pocas viviendas sufrieron daño pero ese miedo se te queda en el cuerpo”.
El zarpazo del último incendio, que devoró un 7% de la superficie de La Palma en agosto de 2016, es todavía visible en la carretera que une Fuencaliente y Tazacorte, al oeste de la isla. Los árboles quemados se alternan con el paisaje negro de la colada de lava de la erupción del volcán Teneguía en 1971, que produjo daños materiales a los cultivos de vid pero hizo crecer un poco el tamaño de la isla al solidificarse la lava.
No lejos del Teneguía, a unos 400-500 metros por encima del mar de plástico blanco que cubre buena parte de los plataneros de la costa de La Palma, Vicky nos lleva en su viejo jeep a Los Llanos Negros, una zona de viñedo orientada al suroeste con vistas espectaculares de los volcanes y el océano. Allí tiene tres parcelas de malvasía en propiedad y otras dos “pequeñitas” que las trabaja ella con criterios ecológicos, como el resto de las siete hectáreas que tiene en Fuencaliente, el norte de la isla y Hoyo de Mazo. Las de malvasía son viñas que se arrastran por el suelo de ceniza volcánica, a la manera tradicional, aprovechando el calor del suelo en invierno y favoreciendo una brotación más homogénea y equilibrada.
“La malvasía requiere una viticultura exigente; la que está en secano tiene una densidad muy baja y es una planta muy sensible al oídio por eso se ha ido sustituyendo por otras variedades más fáciles de cultivar. Junto con Las Indias, más al norte, era un continuo de viñedo pero ha ido desapareciendo a pesar de que se puede llegar a pagar hasta 5 euros por un kilo de malvasía. Por suerte, en Fuencaliente se mantiene en Los Llanos Negros bajo un criterio de calidad”, explica Vicky.
No todos los años es posible producir su complejo y afamado Matías i Torres Malvasía Naturalmente Dulce (50 cl, 50 €) por las condiciones climáticas y el rendimiento tan bajo —su mejor añada fue 2012, cuando hicieron 3.000 botellas; de 2016 tiene apenas 30 litros. Un poco por necesidad (2014 y 2015 no hubo malvasía dulce) y un poco por explorar el potencial de esta variedad surgió su idea de elaborar Matías i Torres Malvasía Aromática Seca, un vino con una gran potencia aromática que contrasta con un paladar seco y austero, con buen equilibrio de acidez.
En la falda sur del volcán de San Antonio, bajo una loma negra frente al océano, se encuentra la parcela de Las Machuqueras. Allí las viñas, protegidas por unas paredes llamadas cadenas, se arrastran por el suelo de picón y desafían al viento del noreste que sopla sin piedad y que hace difícil salir del coche. Es un paisaje hostil, expuesto, donde el rendimiento en un año muy bueno no supera los 3.000 Kg/Ha (aunque la DO permite hasta 6.000) y el oídio afecta con frecuencia, por eso no sorprende tanto que algunos viticultores abandonen el viñedo. Para Vicky, sin embargo, es un lugar muy especial.
“Me gusta mucho trabajar aquí, con estas vistas; me da mucha paz. Paso bastante tiempo sola, sin oír voces humanas; aquí solo se oye el viento y el mar. En esta zona viven cernícalos, un búho que mantiene a raya a los conejos y lagartos y no tengo problema con ellos. Eso sí, un día de febrero, después de un mes sola podando ¡no es tan bonito!”, se ríe.
Es una parcela vieja con viñas en pie franco de entre 45 y 100 años y brazos muy largos. “Las plantas rojizas son negramoll, con una disposición más aérea; hay algo de diego y malvasía intercalado pero casi todo es listán blanco [con el que elabora su monovarietal Las Machuqueras]. Se vendimian por separado porque cada variedad tiene ciclos de maduración diferentes. La listán blanco es la primera y las demás poco a poco, cuando nos acordamos”, bromea.
Es una viña con la que sufrió mucho el año pasado: una poda para quitar metros de madera vieja que resultó ser demasiado agresiva en un año sin frío le obligó a estar muy pendiente, a replantar las faltas haciendo margullones, el sistema de acodo tradicional, y resembrar moviendo metros cúbicos de tierra, a pala y de forma manual, algo que ya casi nadie practica. Para colmo de males, de una cosecha escasa, le robaron casi 500 kg de uva.
“Llegó un momento en el que me vi muy desesperada. Aquí no se trabaja mucho el suelo pero yo me preparé en casa un abono con excremento de camello y de cabra y un activador de microorganismos y me lo traje líquido en un depósito de 1.000 litros en el Land Rover para regarlo y revitalizar el suelo”.
También le ayudaron las enseñanzas de Jairo Restrepo, un experto en fertilización de suelos colombiano-brasileño, que viaja por el mundo dando herramientas de autonomía para los campesinos. “Hay que atreverse con cosas desconocidas que otros valoran”, asegura Vicky, que comparte la filosofía biodinámica y el uso de preparados de plantas aunque “sin imposiciones”. A pesar de las dificultades, Vicky mantiene la calma y el sentido del humor. “Es un pueblo muy tranquilo; todavía se puede dejar la llave en la puerta, los coches abiertos…. solo te roban la uva”.
El incendio de 2009 les arrebató la cosecha de blanco en sus fincas del sur por eso empezaron a trabajar una parcela plantada con albillo criollo (diferente a las albillos de la península) en Garafía, en el noroeste de la isla. Tanto allí, como en Tinizara, Tijarafe y Puntagorda, donde también trabaja con viticultores locales, las viñas en vaso hunden sus raíces a 1.200 y 1.400 metros en bancales de suelos rojos que se precipitan sobre el Océano Atlántico y desde los que se admiran unas puestas de sol espectaculares.
“Aquí todo el mundo hace vino para el año”, nos comenta Vicky tras visitar una de las numerosas cuevas excavadas en la roca y que sirven de lugar de trabajo y ocio a muchos pequeños viticultores. “Gracias a ellos, se mantiene buena parte de las viñas de la isla”, asegura. “En el norte es difícil hacerse con viñedo; la mayoría de los contratos son a un año y así es difícil de invertir y trabajar el viñedo en condiciones”.
De estas parcelas del norte, más frío y menos poblado, y donde la lluvia es algo más frecuente, obtiene negramoll, listán prieto, albillo criollo y algo de listán blanco para sus monovarietales, con los que elabora un total de 16.000 botellas al año, que quiere ampliar a 20.000. La mayoría de estos vinos pueden encontrarse en España en Lavinia; más información sobre dónde comprar en otros países vía Wine Searcher.
Este 2017 no tendrá albillo por la ola de calor que castigó especialmente al norte y ha quemado la uva. A pesar de ello, es optimista. “Tengo casi cuatro veces más cantidad de uva en Las Machuqueras que el año pasado y estoy muy contenta con la calidad. Empezamos la vendimia en en el sur muy pronto, el día 11 de agosto, 10 días antes que el año pasado. Hemos tenido unos días más frescos que le están viniendo muy bien al campo después del calor extremo. Además, las dificultades del año pasado me han ayudado a darme cuenta de que tengo que aceptar los errores y entender que las añadas vienen como vienen. Ahora estoy más confiada”, asegura.
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