Históricamente, allá donde acudieron mineros a la llamada de un nuevo filón les siguió de cerca la industria de las bebidas alcohólicas. En algunos casos, como en el Potosí boliviano, las minas fueron la razón de ser del pisco y otros aguardientes. En otros, donde la naturaleza no permitía el cultivo de la viña, se destilaban patatas y cereales para los mineros ansiosos de alcohol. Así, la creación del primer monopolio público de venta de alcohol, Systembolaget, es debida a los excesos etílicos de los mineros de la ciudad sueca de Falun.
Allí donde se dio un clima vitícola favorable, el vino fue el alimento para miles de mineros. En algunos casos, esas regiones se convirtieron en clásicas, y algunos vinos de ahora son antiguos vinos de minero. La mejor zinfandel californiana debe su existencia al Gold Rush del siglo XIX; los grandes vinos de Rutherglen en la Victoria australiana son hijos del oro que allá afloró.
Muchos siglos antes, la proliferación del oro acuñado como moneda del imperio romano hizo florecer las minas de las Médulas en el Bierzo y su viñedo de vinos robustos y cálidos construido sobre castra romanos sirvió de alimento de mineros y legionarios. El reino de la uva mencía, seleccionada durante siglos porque es la que más calor da en el clima extremo del Bierzo, encontró en los albores del siglo XXI a los Pérez y Palacios que la hicieron digerir su pasado rústico y salvaje y su memoria de las minas, y desarrollar esa finura única que hoy conocemos.
Del mismo modo que el vino fino europeo siguió la ruta que trazaron los monjes, el vino recio siguió las rutas de los mineros y marinos. En Asturias, inmediatamente al este de Galicia, ambas rutas se cruzaron. Esta región de monjes y vinos finos dominada por la Iglesia abrazó la modernidad del XIX que trajo desamortizaciones y tránsito de tierras a la burguesía (los vinos probablemente cambiaron finura por atractivo, pureza por mezclas mestizas) y en la era franquista sucumbió a la fiebre, no del oro, sino del carbón que convirtió a sus habitantes en mineros.
La transformación fue rápida y radical. El viñedo casi desapareció, no solo por el abandono de sus propietarios, que ahora trabajaban la tierra por debajo de sus viñas, sino sobre todo por el cambio de gusto. Los nuevos mineros se hicieron, como los antiguos, afanosos de calor y potencia en sus vinos. Como tenían buenos sueldos y podían comprar vinos de fuera, el vino asturiano fue despreciado frente a los caldos (caldos por vinos y por cálidos) del Sur. Asturias se convirtió, todavía lo es, en una de las regiones españolas con mayor consumo de vino tinto por cabeza. Pero abandonó su propio vino.
Los viñedos de Cangas del Narcea fueron arrancados. De más de 1.000 hectáreas se pasó a las 70 actuales. De lo poco que quedaba, una buena parte se injertó con mencías importadas que daban algo más de calor y color, desnaturalizando aún más el viñedo.
Hoy, uno de los paisajes vitícolas más hermosos del mundo ha desaparecido casi por completo. El viñedo de Cangas, con sus laderas imposibles, verdes infinitos y nieblas movedizas es ahora una bella imagen de decadencia. Bella porque el viñedo desaparecido, esos prados sobre terrazas que un día sostuvieron cepas, despierta nostalgias en los espectadores que nunca vimos aquellas viñas. Decadente porque se respira la agonía reciente de la comarca.
Por suerte, la decadencia se acabó. La globalización, la Unión Europea, las energías renovables y qué sé yo qué más obligaron al cierre de casi todas las minas. El carbón murió antes de acabar del todo con la comarca. Ahora vuelve a haber vida en ella desde que unos pocos empezaron a trabajar las viñas que quedaban con conocimiento vitícola y enológico adquirido fuera. Seguro que cada vez habrá más gente que decida emplear sus vidas en producir vinos que transmitan esos paisajes.
Tienen dos magníficos elementos sobre los que trabajar: suelos y exposiciones variadas y casi siempre apropiadas para una viticultura de calidad, y un patrimonio genético de primer orden. En estas viñas a veces muy viejas y a menudo co-plantadas en pequeñas fincas, existen al menos cuatro variedades únicas.
Cangas es tierra de tintos, nunca produjo una cantidad importante de uva blanca. Pero hay una variedad, la albarín blanco, que es notable por sus características y muy adecuada para tener una aceptación rápida en los mercados. Da vinos de acidez mordiente y pureza intensa de aromas tiolados. Algunos productores prueban a darle más corpulencia mediante el contacto con lías, lo que tiene buen sentido comercial.
Los Nibias de Bodegas Chacón Buelta son espectaculares en nariz y bien armados en boca, vinos de ambición evidente que quieren hacer jugar la albarín blanco en la liga de los mejores albariños y godellos. Otros, como Monasterio de Corias, usan la vinificación en barricas para redondear los vinos, como en su Guilfa 2015, un vino goloso y equilibrado, de final abierto. Me encantó el albarín blanco más inmediato, ese zumo fermentado en pureza, que me habla de pastos y humedades, de frescura sencilla. El Siete Vidas de Bodegas Vidas se lee en esta clave, y a 10 € por botella es un chollo.
La albarín negro es quizás la uva autóctona más plantada en la región y por ello se ha convertido en su buque insignia. Sus vinos son atlánticos, de buen tanino, amables y muy vivos, que agradecen la crianza. Uva comodín, que se asocia bien con tantas otras, y da finura a la aquí rústica mencía, muy plantada porque da color y grado, pero decididamente inferior a sus hermanas del Bierzo. El albarín en solitario da lo mejor de sí. El Cien Montañas 2015 de Bodegas Vidas es un bello ejemplo, tisana de aromas florales y de frambuesas, con unos toques vegetales que se agradecen por la frescura que dan, un tanino vivo pero suave y un final que de tan original solo se le puede llamar asturiano.
La verdejo negro es una joya enológica. Sus vinos serán un día paradigma de la finura esbelta, de la elegancia discreta. Tiene rasgos estilísticos comunes con la pinot noir del Ahr y la lemberger de Württemberg, pero es claramente diferente en su expresión. Parece ser la uva más difícil, porque toda su clase se articula en torno a una acidez bien marcada, que desaparece si se vendimia un poco más tarde de lo debido. Quizás deba plantarse en las terrazas más frías. La verdejo negro es escasísima, pero merece toda la atención. La aprecio más cuanto menos influencia tiene de la crianza en barrica, habitual en la comarca. Probé muestras de barrica usada de 500 litros de Monasterio de Corias que me enamoraron.
Termino con la otra joya, una maravilla llamada carrasquín. Aunque los productores me aseguran que no tiene nada que ver con las cabernets, en mi mapa mental de variedades la pongo en esa familia. Sus aromas frutales recuerdan al arándano y la grosella negra. Tiene un tanino prieto y de grano fino que solo las buenas cabernets de larga maduración dan, una acidez que canta el Cantábrico y los veranos frescos, una capacidad de integrar la crianza en barrica más que notable y un final de boca parsimonioso.
Casa bien con otras variedades: el Guilfa 2012 de Monasterio de Corias, 40% verdejo negro y 60% carrasquín, es un bello ejemplo de complejidad y frescura aunados en una expresión que a ciegas se diría del Loira. Pero creo que el mejor carrasquín se ofrece en solitario. El Valdemonje 2012 de Monasterio de Corias es estupendo de concentración y profundidad, denso pero zalamero, muy lento en el final. Y el Cien Montañas Carrasquín de Bodegas Vidas es un mensajero del Atlántico, parece bordelés de puro tanino y grosella, de esa firme acidez que te hace ansiar el segundo trago y con un recuerdo en boca como los buenos del Médoc: gozoso.
Caté una veintena de vinos de tres bodegas de la Denominación de Origen, todos de calidad más que aceptable, a precios muy amables. En lo negativo me quedo con el escaso interés de los vinos con mayoría de mencía. Parece que esta comarca resalta el carácter más rústico de la variedad, con esos tonos animales que tampoco son raros en León y Galicia para los vinos menos refinados. También tengo mis reticencias con la tendencia de los productores a usar intensamente barricas y lías. Creo que es signo de una cierta inseguridad y que poco a poco constatarán que la pureza y la personalidad de sus mejores vinos no necesitan de maquillajes, y que su mejor baza comercial será ser diferentes.
Los vinos que probé me hablan más del camino por recorrer que de un resultado final. Dan pistas válidas sobre el potencial de estas tierras y estas variedades. Queda mucho por hacer, comenzando por replantar lo abandonado y parte de lo que hay con criterios de calidad e identidad. Falta también hacer volumen. Con setenta hectáreas no se va a ningún lado. Me deja estupefacto que el gobierno asturiano, que tantos fondos de reconversión maneja y tan preocupado se declara sobre la recuperación de la comarca de Cangas del Narcea, no haya puesto como prioridad absoluta la recuperación del viñedo autóctono cangués. También se requiere tiempo y esfuerzo para entender las variedades: dónde se dan mejor y cómo cultivarlas y vinificarlas. Y experimentar mucho. De nuevo, reclamo el apoyo público en la investigación como condición de gobierno digno.
Pero no conozco ninguna otra región en el mundo que, en 2017, aúne un patrimonio genético único tan variado y de tanta calidad con un paisaje tan adecuado para desarrollar los conceptos de terruño en su máxima expresión. Además, en estos tiempos de cambio climático en los que vivimos, la oportunidad de repoblar de viña zonas frescas y húmedas como la comarca de Cangas del Narcea es obvia.
Termino recomendando a los lectores nacionales y extranjeros que se apresuren a visitar esta región. Primero, porque la comarca de Cangas te alimenta de belleza. Segundo, porque ya hay una infraestructura turística de primer orden. El Parador del Monasterio de Corias, de larga historia vinícola y monástica, es uno de los mejores de toda España. Tercero, porque estos vinos son difíciles de encontrar fuera de su región. Y cuarto, porque estoy convencido de que la comarca cambiará en poco tiempo, de modo que quien vaya ahora volverá con la alegría de ser testigo del nacimiento de una región clásica de vinos, probablemente la última.
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