Proyectos como éste son un antídoto contra la despoblación y el abandono del campo. Daniel Sevilla, al que le quedan aún unos años para llegar a la treintena, decidió tras formarse como enólogo en Rioja, cursar un Máster en Enología y Viticultura y realizar distintas estancias en bodegas españolas y extranjeras, elaborar vino en su pueblo de Pozoamargo (Cuenca, en la DO Ribera del Júcar) a partir de las mejores viñas que cultivaba su padre.
Su modelo es el de las bodegas familiares de principios del siglo XX que desaparecieron con la llegada de las cooperativas y cuyo estilo arquitectónico ha intentado reproducir en las instalaciones que se construyeron en tiempo récord en 2017, a tiempo para su primera vendimia oficial, aunque previamente ya había realizado pequeñas vinificaciones para explorar el potencial de sus viñas.
El nombre hace referencia a la condición de cruce de caminos que tenía el municipio de Pozoamargo en época romana, ya que aquí confluían las vías que iban de Alcalá de Henares a Cartagena y la que comunicaba Córdoba a Sagunto.
Trabaja con viñedos de más de 50 años cultivados a unos 800 metros de altitud en suelos en su mayoría sedimentarios con abundante presencia de guijarros y canto rodado, y algunas parcelas de terrenos arenosos y franco-limosos. La variedad dominante es la tinta bobal, pero también cultivan cencibel (tempranillo, que para Daniel debe considerarse igualmente autóctona), la blanca pardilla y castas minoritarias como rojal, cojón de gato, pintaíllo, rompetinajas o moscatel.
Los vinos fermentan con levaduras naturales y siguen la tradición de la zona criándose en tinajas muy viejas, algunas centenarias, que han ido comprando y recuperando de bodegas antiguas de la zona. Desde 2018 además tienen la certificación ecológica.
Bajo la marca Tinácula (tinaja en latín) elabora un blanco de pardilla (7,90 € en la tienda online de la bodega, 4.000 botellas) y un interesante bobal (9,90 €, 12.000 botellas), enérgico y sincero. Tínacula X (14 €, 7.000 botellas) combina bobal y tempranillo y se cría 10 meses en tinajas de 1.200 litros.
En 2020 elaboró su primer vino de parcela, El Santillo (994 botellas, 25 €), que procede de un majuelo aislado y rodeado de monte plantado en 1975 en suelos arcillo-calcáreos y con una parte arenosa que cría en su tinaja más vieja. Es una bobal acompañada de cencibel y pardilla, que ofrece una versión más amable y refinada de la zona, fruta roja y notas de monte mediterráneo.
Su particular excentricidad es el Tinácula XXIII, un ensamblaje de bobal y cencibel criado 23 meses en tinaja y comercializado en botellas de barro formato mágnum. Solo hay 100 en cada añada y cada una se vende a 100 € (según Daniel, solo la botella cuesta 25 €). Se puede interpretar como una oda a la tinaja aunque, por suerte, no hay que llegar hasta aquí para disfrutar del estilo sincero de los vinos de Daniel Sevilla.
La bodega está abierta al público y cuenta con un restaurante de comida tradicional local que durante el verano se traslada al patio para ofrecer cenas al aire libre.